lunes, 24 de septiembre de 2012

LAS FEAS Y LAS MALAS ANTE EL ESPEJO


Nuestro imaginario social se construye sobre estereotipos. Carmen Alborch, en Malas (2002) y Alicia Giménez Bartlett, en La deuda de Eva, repasan algunas de las presiones y construcciones tejidas por el machismo y analizadas y criticadas desde el feminismo. ¿Tienen que ser las mujeres siempre buenas y bellas para ser mujeres?


“Aunque sea evidente, es necesario destacar que cuando la mujer afirma su derecho a existir y a ser reconocida como persona, ser para sí, está proponiendo una nueva posibilidad de vida, no la muerte del otro.”
Carmen Alborch

La belleza de la mujer no existe, es un mito, una entelequia, una idealización.”
Alicia Giménez Bartlett

Estar delante de un espejo, ver el reflejo de la propia imagen y aceptarlo no es simplemente hacernos eco de uno mismo. La sociedad bifurca la imagen de la mujer en una lucha constante para superarse en relación al exterior y para relacionarse entre ellas.
Tanto Alicia Giménez Bartlett como Carmen Alborch se plantean ciertas cuestiones referentes a su condición con la fortuna de dejarlas escritas en sus respectivos libros. Los trabajos de estas dos mujeres centran su mirada en la condición femenina, impuesta y todavía en vías de superación.
La mujer, a lo largo de la historia, ha sido etiquetada con diferentes membretes que la propia cultura –masculina desde los inicios- ha impuesto. Desligarse de ellos es quedarse sin definición. La belleza, comenta Bartlett, “es un peaje que tenemos que pagar para andar por el mundo”. Vernos a nosotras mismas es el reto principal que tenemos que plantearnos para definirnos, esto es, como subraya Alborch, “averiguar de dónde venimos”. Las diferentes relaciones que entre nosotras puedan establecerse son marca y síntoma de nuestro comportamiento, y entre estas relaciones se encuentra el eje que hasta el momento ha sido la brújula femenina, el hombre.
Desde el pecado original, el tiempo va marcando los estigmas tanto en el cuerpo femenino como en su propia manera de relacionarse con el entorno en el que se halla. Estamos selladas, marcadas. Alicia Giménez Barltlett nos abre la puerta del universo de las feas. Damos un paseo desde las primeras páginas del libro y observamos como la condición femenina está sorprendentemente estigmatizada, anclada en la imagen. Los roles femeninos están condicionados, marcados y determinados. Si ser guapa es una condición femenina, ¿qué ventaja tendrán las feas en esta sociedad para poder sobrevivir?, plantea la autora.
Sí, es cierto. La mujer, denuncia Barltlett, está obligada a ser bella, a ser guapa; una obligación, que raya en lo moral, de cuidar nuestro aspecto físico. Desde el momento que culturas marcadamente patriarcales definen la imagen femenina de la mujer, el imaginario colectivo obliga a generar ideales que impiden la libertad femenina de poder controlar su propio aspecto, y la belleza femenina pasa a ser “elemento de control social”. Verse como objetos, no protagonizar nada en la vida social, resta protagonismo a las mujeres, principalmente si se es fea.
Tanto las feministas como las que intentan luchar por su condición de ser humano resaltan la fealdad como punto de apoyo; quizás sea porque ser feas es un intento por subvertir los patrones de uso impuestos por la cultura dominante. Los aspectos sociales o los juicios morales condicionan la mirada que los demás ponen en nosotras.
Por ello, la norma es ser bellas. Salirse de la norma, reivindicar la fealdad y defenderla no supone un “pataleo” femenino. Carmen Alborch destaca que los propios roles marcados por la sociedad nos arrastran hacia unas actitudes muy determinadas en nuestras propias relaciones, y no sólo por lo que respecta a nuestro aspecto físico. Luchamos entre nosotras y con nosotras mismas. Si de “enemigas por naturaleza” se trata, si nos encontramos en un estado de “hostilidad natural”, posiblemente sea debido a los patrones de uno antes mencionados. Los roles sociales obligan a la mujer a salirse de su ser y convertirse en mero reflejo de aquello que los demás quieren que sea. La misoginia, incluso entre mujeres, ratifica ese aspecto devastador de una cultura donde la mujer siempre ha estado en “inferioridad natural”. Luchar contra ese filtro social y cultural es salirse de la norma y adentrarse en sí mismas.
Se aprende a renunciar a partes de la vida, tenemos como marcas la subordinación y la desvalorización y un gran sentimiento de culpabilidad que nos condiciona a la hora de entendernos a nosotras mismas. Alborch parte de la base de que para encontrar un lugar digno en esta sociedad es necesaria una gran concienciación masculina. Quitarse los disfraces, tanto hombres como mujeres, es un saber ser y un saber estar con nosotros mismos y con los que nos rodean. Por tanto, “somos un sujeto en transformación” y debemos evitar que las propias mujeres sean “sustentadoras de esas limitaciones”.
El imaginario social propone lo que es deseable para una mujer. Continuamos disociadas entre lo que somos y deseamos y lo que nos hacen creer ser. ¿Por qué malas? Ser mala implica mirarse en el espejo y buscar los contornos que definen a cada mujer; renunciar a ese “ser una niña buena” para alejarse de la complacencia social; ser mala es transgredir las normas específicas que la sociedad nos impone.
El feminismo actual es un feminismo defensivo. Tenemos la necesidad de romper innumerables barreras ante nosotras, todavía hoy en día y en pleno siglo XXI. Si la historia se empeñó en ocultarnos y condenarnos a mirarnos constantemente en el espejo (“Espejito, espejito mágico, ¿quién es la más bella del reino?), el paso hacia delante sería romperlo y huir de los abusos de poder apoyándonos en la cooperación. Ser malas entre nosotras, ser rivales, desear ser guapas, no es malo ni bueno; es una condición humana y no de género. Para Alborch lo necesario sería educarnos en la igualdad, la autonomía, la autenticidad, la cooperación y el amor… Aunque todavía quede mucho por caminar.
Lidia Recuenco Hita

miércoles, 1 de agosto de 2012

LA UTOPÍA DE LA HUIDA. 
PETER HANDKE, Carta breve para un largo adiós.



Desplazarse por encima de la tierra, cuando sientes que despegas por encima de ti mismo, es lo que se dice un viaje constructivo. Los viajes implican un cambio soberano de uno mismo, si lo que pretendes es huir de una situación que te encadena a un trozo de tierra que no te deja avanzar. Conseguir arrancarte esos grilletes de los tobillos y hacerte valer en un cambio trascendental no es simplemente un tópico, es una necesidad. Los viajes, pues -y si son en soledad más todavía- reconcentran ese pasado en tu memoria para reconstruirlo y ordenar los pensamientos que muchas veces, por desordenados y caóticos, nos sumergen en la melancolía, en la tristeza y en la inmovilidad.
La historia de la literatura está llena de viajes, de recorridos interiores y exteriores que se confluyen en una misma cosa. Y no hablamos sólo de los típicos libros de viajes, sino de aquellos que, con esa excusa, nos adentran en lo más profundo de la personalidad del ser humano. Porque lo básico para entender el descubrimiento de uno mismo es darse cuenta de la relación subjetiva que existe entre el individuo y la realidad, y como esa relación es una mediación para alcanzar el conocimiento.
Esta idea la ilustra un texto Peter Handke (1942), titulado Carta breve para un largo adiós (1972). A partir de un narrador interno protagonista, se nos relata el viaje de un joven escritor austríaco a los Estados Unidos, perseguido por su mujer y por su experiencia vivida. Durante el viaje, van apareciendo recuerdos angustiosos del pasado que van reconstruyendo la nueva mirada interior del protagonista con respecto a la realidad. Gracias a la lectura, a la compañía de una vieja amiga con su hija y a su enfrentamiento con una realidad nueva descubre un nuevo concepto de sí mismo para reinterpretar la realidad.  
A partir de esta novela de formación, descubrimos la necesidad de búsqueda de un lenguaje propio y de una mirada personal ante la realidad para poder interpretarla. En ese intento por encontrar ese lenguaje y esa mirada que dé forma a la realidad, previamente se ha de destruir aquello que nos caracterizaba previamente. De ahí que el viaje se convierta en huida. Esta huida es, sin duda, un intento por superar todos los moldes que prefiguran nuestra experiencia; moldes –o grilletes- que nos impiden tener nuestras visiones personales y subjetivas. De ahí que el personaje escape de aquello impuesto y prefijado.
En nuestra vida cotidiana, ¿vemos el lugar o las diferentes representaciones que se nos han impuesto previamente? ¿Hay algún momento que no esté prefigurado en una imagen ya vista, sean recuerdos o visiones? ¿Conocemos o reconocemos la realidad? Carta breve para un largo adiós nos insiste en la idea de cambio en la manera de mirar para huir del automatismo en el que nuestra percepción se ve encorsetada. El protagonista busca convertirse en otro en un intento de transformación de su identidad. En un espacio que no es el propio, lejos de las instancias que supuestamente estabilizan su identidad –un lugar con un idioma diferente, lejos de su familia, de sus amigos-, muestra la evolución del individuo y el intento por recuperar cierta mirada infantil para entender y entendernos.
Librarse, pues, de cierto automatismo impuesto y abrir la posibilidad de la experiencia propia sólo es posible arrancándonos de la realidad cotidiana que nos rodea. Pero, ¿es viable huir o simplemente es una utopía?

lunes, 23 de julio de 2012

Observarse en la ciudad. Paul Auster, "Trilogía de Nueva York"

Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947), escritor de prestigio excepcional, recupera en esta obra una visión, posiblemente paradigmática, de la ciudad de la ciudad de Nueva York. Trilogía de Nueva York está formada por tres novelas cortas: "La ciudad de vidrio", "Fantasmas" y "La habitación cerrada". La lectura de estas novelas no tiene nada de independiente. Hay una hilo conductor que las aglutina de tal manera que el conjunto de ellas resulta un todo. Podríamos hablar de un conglomerado de historias donde la ciudad de Nueva York es el testimonio de la pérdida de identidad de los protagonistas de todas ellas, que, al fin y al cabo, son un mismo protagonista. Sin duda, la ciudad de los más retratada de la historia contemporánea es la gran protagonista; Nueva York y sus habitantes que necesitan de las calles de Manhattan, del paisaje visto desde el Puente de Brooklyn..., para poder recuperar la identidad perdida en el fondo de sí mismos, de sus historias particulares y anodinas.
Tal y como nos dice el autor en "La habitación cerrada": "Estas tres historias son al final la misma historia, pero cada una representa un estadio diferente en el proceso para llegar a entender de qué trata todo en su conjunto". Son, pues, diferentes visiones de una misma problemática: el vacío existencial, la pérdida de identidad..., y el proceso, inevitable de intentar recuperarse a uno mismo. Partiendo de la estructura típica de una novela detectivesca, enfrenta al hombre al espejo y así reflejar en él la propia conciencia. 
Paul Auster, con un estilo elegante, dibuja un complejo mapa de identidades hasta el punto de intentar encontrarse dentro de la propia obra. En un juego de intertextualidades, desafiando incluso la ficción novelesca, juega con nosotros, los lectores, creándose un personaje de sí mismo ("La ciudad de vidrio"), en un claro guiño de ojo al clásico novelista Miguel de Cervantes y su Quijote.


Por tanto, la ficción novelística que nos presenta es, sin duda, eco de nosotros, porque cuando leemos el libro sentimos, de la misma manera que o perciben los personajes, la sensación de soledad, de pérdida y de indefensión causada por unos ojos que nos siguen. Al fin y al cabo, podríamos afirmar que las historias son una persecución, un intento de ver la vida e, incluso, de leerla. Este motivo de la persecución de uno mismo es el leitmotive que da forma al engranaje de la obra. Así, pues, como observadores entramos en el mismo juego dual al ser observados; un laberinto de miradas que tejen la existencia humana.