viernes, 13 de septiembre de 2013

LA "BIBLIA", EL GRAN MITO DE NUESTRA CULTURA. EL ARQUETIPO BÍBLICO DE CAÍN Y ABEL

La Biblia es un impresionante mosaico de historias que ayudan a comprender y a comprendernos a nosotros mismos. Nos vemos, pues, reflejados como en un espejo. Por ello, hemos de reconocer que somos verdaderamente hijos de una tradición, la tradición bíblica.
Y hablamos de mito porque tenemos relatos con una marcada estructura que sugiere diversas interpretaciones desde un punto de vista religioso, ideológico y antropológico. Cada historia, que esta gran recopilación nos muestra, es un reflejo de la existencia humana, con un recorrido histórico determinado y bajo el marco de un pueblo concreto. La perspectiva caleidoscópica que nos da de la historia humana tiene claros ecos en nuestra propia cultura; cultura que ha bebido y se ha nutrido de las voces del pasado que todavía siguen sonando. Sin dejar de pensar en lo que significa religiosa e ideológicamente la Biblia para la configuración de las religiones, esta ha embestido fuertemente en el pensamiento literario y cultural de las épocas posteriores. Porque el mito puede admitir múltiples interpretaciones, y la gracia de la Biblia es el enriquecimiento que esto supone para seguir preguntándonos sobre nosotros mismos.
Del carácter no cerrado de la historia, tenemos la posibilidad de la adaptación, es decir, lo que llamamos “pequeñas brechas del mito”. La Biblia no nos da una explicación exacta de las cosas, nos deja las historias abiertas para que de ella la imaginación humana pueda volar entre las diferentes preguntas y respuestas que puedan surgir para albergar la posibilidad última de hallar el punto exacto para comprender nuestra propia existencia. El mito de Caín y Abel, con una gran repercusión posterior en la cultura, presenta en sí una estructura ingenuamente descrita, y esto demuestra que los mitos no son esquemas narrativos cerrados, sino ambiguos y con múltiples interpretaciones y lecturas. En una historia, hay una serie de causas y efectos con interrogantes para incentivar la atención. De ahí que sea importante que se cumpla la lógica de la narración propia de los mitos arcaicos para nutrir una historia que se irá engrosando con el paso del tiempo.
Los puntos de fuga que presentan los mitos admiten, por ello, todas las adaptaciones; la importancia estriba en cómo han repercutido esas mínimas historias en nuestras lecturas actuales. Las diferentes desviaciones hermenéuticas son los cambios posibles que se devienen. La recepción de una obra es diversa dependiendo de la época, y de ahí que hablemos de las diversas acumulaciones de las versiones del mito. Por ejemplo, el mito de Caín y Abel se puede interpretar desde el original bíblico, pero también, a lo largo de las diferentes lecturas que diacrónicamente se han sucedido, podemos comprobar cómo se ha ido ensanchando la historia y se ha ido adaptando a cada época y lugar. Abel Sánchez no se podría leer, por ejemplo, sin tener en cuenta no sólo el relato bíblico, sino también el Caín de Lord Byron, entre otros. En la propia novela, se menciona estos dos relatos:
“En esto estoy ahora. No acierto a dar con la expresión, con el alma de Abel. Porque quiero pintarle antes de morir, derribado en tierra y herido de muerte por su hermano. Aquí tengo el Génesis y el Caín de Lord Byron.”[1]
De ahí la importancia y repercusión de las historias bíblicas. No sólo han fomentado unas instrucciones ideológicas y religiosas que sostienen, en la mayoría de los casos –ya por aceptación o por negación- una cultura, sino también ha enriquecido todo un panorama literario y cultural gracias a la aportación de temas, arquetipos y motivos religiosos e ideológicos de los que la Biblia está llena.
Si nos miramos uno a uno por dentro, como hacía Unamuno en todos sus escritos, una sombra bíblica nos sostiene. Para este escritor, catedrático de griego en la Universidad de Salamanca, la Biblia supuso un fondo innegable de cuestiones para enriquecer sus obras, pero, ante todo, para enriquecerse a sí mismo, porque sus obras nunca se entenderán si antes no nos hemos adentrado en la profundidad del alma atormentada unamuniana. Rodrigo Serra Cano comenta en un artículo que “la Biblia fue el libro de cabecera de Unamuno, lo único que da continuidad a su vida y a su obra. Pero al decir Biblia hemos de entender preferentemente el Antiguo Testamento. (…) Casi todas sus obras está tramadas con personajes, pasajes y escenas bíblicas sacadas del Antiguo Testamento y que recrea dando lugar muchas veces la sensación de que intenta modernizar de modo personalísimo un género tan antiguo como el midrás.”[2]
Sin duda alguna, estamos ante una obra, Abel Sánchez, que es fruto del relato del primer asesinato entre los primeros hombres. Este es un gran motivo, y Unamuno lo vio así, para adentrarse en el fondo del hombre, hurgar en el dolor de la conciencia y la lucha agónica que lo sustenta.

LIDIA RECUENCO HITA


[1] UNAMUNO, Miguel de, Abel Sánchez, Madrid, Espasa-Calpe, 1980, p. 55.
[2] SERRA GUARRO, Rodrigo, “Eso Antrhopos. Claves para la comprensión de la fe en don Miguel de Unamuno”, Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno, Tomo 30, 1995, p. 129.

martes, 16 de julio de 2013

RESEÑA A “EL MERCURIO” DE JOSÉ MARÍA GUELBENZU.

José María Guelbenzu publicó en 1968 una de las obras más revolucionarias de la época. El mercurio resulta ser una novela que comienza a cuestionarse los postulados teóricos del “realismo”. Es una obra que crea para sí misma una burbuja, en la cual confluyen no ya nuevos temas, pues esto no es lo que verdaderamente preocupa, sino más bien un análisis calculado de la estructura formal de la narración en relación con la estructura de la conciencia del personaje.
Posiblemente la lectura de esta novela requiera la complicidad de un lector que intente recomponer el caos, el absurdo, de todo aquello que se le está narrando. Adentrarnos en este abismo laberíntico supone el placer de una lectura que nos llevará más allá de la realidad lógica de la vida. Llega un momento en la obra en que el absurdo de la ficción se torna carcajada de la realidad, precisamente cuando se hace confluir al autor con el personaje entre las líneas del relato y el sentido de la historia.
Juventud, cerveza, sexo, la noche de Madrid, etc., invaden toda la novela. La música de jazz, los actores de películas y las reflexiones sobre la literatura aparecen como parte integrante del pensamiento de unos jóvenes, en concreto del escritor Jorge Basco, poseedores de una clara conciencia de crisis. Luchan entre amores y desamores, entre lo normal y lo anormal, para buscar una respuesta en sí mismos.
Es significativo que el personaje central sea un escritor que se plantea renovar la literatura. Es aquí donde hallamos las mejores reflexiones sobre la literatura y el acto de escribir. Hay una dura crítica a la literatura realista, de complacencia con el lector. Innovar es lo que se propone este joven escritor, Jorge Basco, con los relatos intercalados en la novela, relatos que se alejan de una lógica tanto en el planteamiento del asunto como en la manera de romper el discurso de relato.
La novela, escrita en su mayor parte en tercera persona, da paso, constantemente, a la conciencia y a la voz de los personajes con el fin de desvelarnos que vivimos en una realidad fragmentada y condicionada por los sentidos y nuestras percepciones. El estilo se hace eco de esta pretensión al dotar de máxima importancia al hecho de intentar plasmar la reacción directa de los personajes: escritura automática, técnicas elípticas, de sincopación y de collage, monólogo interior, etc. Se trata, pues, de evitar el discurso lógico para crear una “ilógica razonada”, cuya lectura exige un esfuerzo visual y racional; una tentativa de aprehensión simultánea de los diversos elementos del universo del relato. La provocación, en la obra, está servida.
Lo que verdaderamente sorprende es hasta qué punto el lector está dentro de una ficción, de ficción real o de la realidad. Tal vez todo sea mero artificio, y la realidad misma sea comedia de su propio reflejo; tal vez El mercurio sea ficción sobre su propia ficción: “¿Por qué asumo la certeza de su realidad como algo vivo? Bien. Reconocemos la historia, los famosos folios inútiles. Yo estoy sumergido en El mercurio, estoy en verdad escribiéndolo ahora en mi laxitud al sol, cuando bebo, duermo, ando, silbo, estornudo, braceo…”[1]
El mercurio es un reto, un verdadero reto para descifrar el misterio que encierra. La simple historia de este joven en su relación frustrada con Angélica, con los amigos y la integración en el ambiente madrileño, no es más que un pretexto para hacernos pensar sobre lo que verdaderamente está ocurriendo en esta vida absurda e ilógica. El mercurio existe para demostrarnos que no hay una sola forma de narrar tradicional y monolítica, sino que ha de imperar la ruptura y la experimentación con nuestro lenguaje para que evolucione hasta ser el verdadero reflejo de la vida.

LIDIA RECUENCO HITA




[1] J. M. GUELBENZU, El mercurio, Destino, Barcelona, 1993, pp. 237-238.

UN CUENTO DE ANA MARÍA MOIX

Siempre se ha considerado que el ser humano, lamentable o afortunadamente, está sometido a las reglas de una sociedad, en la cual tiene que vivir y desarrollarse en la medida de sus posibilidades. En “Yo soy tu extraña historia”, de Ana María Moix, se plantea, de una manera más bien jocosa y desenfadada, la historia de un narrador-protagonista instalado en una sociedad ajena a él, pero a la que ha de adaptarse sin más remedio. La autora ha sabido plantear el tema de una estructura social moderna, capaz de absorber al ser humano y sumirlo en un estado de inmovilidad y decrepitud, y lo hace a través de un estilo sencillo, claro, irónico y con rasgos de humor descarnado, humor que no obliga a esbozar una ligera sonrisa ante la contemplación de tan desconcertante e ilógica realidad.

Es clara, pues, la preocupación por un momento de la Historia en el que el hombre ha pasado a ser un engranaje más de la gran fábrica del mundo. Este ser descontextualizado de su mundo mítico, mundo de fantasía y de misterio, intenta sobrevivir e integrarse en la vida moderna, vida cotidiana y aplastante en la medida que nos ata y nos inmoviliza.

Desde el principio de esta carta, el narrador se da cuenta de lo desastroso del mundo al compararlo con el suyo propio. Va lanzando duras críticas contra el supuesto progreso, pues considera que este está sumiendo al mundo en una especie de absurdo. El hombre, integrado por completo en él, ha perdido todas aquellas ideas rectoras que anteriormente han sabido dirigir el espíritu humano. La escritora barcelonesa evidencia en este relato “qué duro está resultando el siglo veinte”.

El hombre ha pasado a vivir a un mundo ridículo, monótono, cotidiano; un mundo capitalista que ha sabido succionar muy bien las expectativas individuales de cada ser humano. Resulta ser un autómata que hace siempre las mismas cosas, en las mismas horas y para los mismos fines. El capitalismo resulta ser ese Dios que aplasta y ahoga a sus fieles para aprovecharse de ellos.

Tras toda esta primera reflexión que efectúa este personaje tan característico se da paso a ese proceso de inserción angustiosa, dolorosa y patética del personaje en el mundo moderno. La progresiva humanización a la que se ve expuesto evidencia la culpabilidad de los mismos seres humanos a la hora de haber generado el mundo en el que están viviendo. El vampiro conde Puigvalles, en su paso a Juan López, se torna reflejo de cada uno de nosotros; él es nuestra “extraña historia”. En el momento que ve su imagen por primera vez en el espejo, cuando deja su capa negra por ese traje blanco que su mujer le ha comprado y, especialmente, a la hora de trabajar, tener hijos, ver su foto pegada en carnets, salir de paseo a pleno sol, etc., sabe que ha quedado aprisionado por la ligaduras de la sociedad moderna. Solo le quedará, como a cualquier ser humano, la conciencia última del “dolor, la decrepitud y la muerte”. El hombre es el propio culpable de vivir una vida sin sustancia y sin ideas rectoras, sumido en el más profundo desconcierto de la vida.

Se podría enfocar esta historia, narrada desde la desenvoltura y la desfachatez, desde la ironía y el escepticismo, como una protesta ante la crueldad que la sociedad capitalista tiene con ella misma, sociedad que degenera en sus propios desperdicios. Polémica, ruptura, revolución de todo aquello que significaría someterse, pero es innegable el trauma que ocasiona ser despersonalizado por una sociedad violenta y cruel.

Ana María Moix, al presentarnos esta historia que se aleja de los cánones literarios realistas, demuestra como el hombre moderno no se acaba de creer a sí mismo porque participa de una “inexplicable, inesperada, absurda y abusiva civilización que, según parece, progresa”. 

LIDIA RECUENCO HITA

sábado, 13 de julio de 2013

LA POÉTICA BECQUERIANA: "Rimas", 'Yo sé un himno gigante y extraño', y sus “Cartas literarias a una mujer” .


Bécquer, en la primera de sus rimas, establece la conexión entre el mundo y aquello que para él forma parte de la expresión poética. La poesía es aquello inefable que es dado al poeta, pues es el poseedor de la visión poética –nótese la concepción nueva de “poeta visionario” para la poesía española-. El poeta alcanza la poesía mediante la expresión poética; no obstante, es insuficiente para captar la esencialidad de la poesía del mundo.

Desde el primer verso, “Yo sé un himno gigante y extraño”, el poeta sabe y se reconoce como el único capaz de percibir la esencia poética que encarna el universo. Descubrimos que él lleva dentro de sí esa poesía absoluta que encade los misterios del universo. Ese “yo” presente, que encarna la seguridad de su posesión poética en el mundo, demuestra la individualidad que marca el espíritu romántico. Bécquer, “un yo encerrado en sí mismo”, descubre que tiene la capacidad de montar con palabras las estructuras poéticas que el universo le ofrece; estructuras atípicas y misteriosas que, por ello, reducen a poesía el mundo. El poeta es, pues, el visionario del mundo, el que crea paralelismos que enlazan las esencias poéticas de una nueva realidad trascendental con la realidad material y circundante.

No obstante, el poeta siente la impotencia a la hora de poder expresar esas sensaciones poéticas que intuye, porque se ve sujeto a las cadenas de las palabras al confesarnos: “Yo quisiera escribirle, del hombre / domando el rebelde, mezquino idioma”. Vemos, pues, la concepción más material de la palabra que reduce a cuerpo y tierra las realidades que con ellas se expresan. Sabe que el mundo poético se reduce a una serie de realidades etéreas, incorpóreas; realidades a las que no son dadas las cadenas de las palabras. Sabe que la poesía no es algo material, y sí cúmulos de sensaciones comprendidas entre la capacidad sensitiva y racional del hombre. Por ello, la única manera de poder expresar la poesía es a través de un lenguaje de sensaciones que recreen las esencias poéticas del mundo. El poeta llega a decepcionarse, pues sabe que no hay símbolo que abarque la esencia poética. La razón no es capaz de encerrar la palabra poética, la palabra que dibuja sensaciones…

La palabra poética para Bécquer ha de ser aquello que pueda expresar el ánima poética de sensaciones y de realidades volátiles, y es una palabra que encierra en sí misma todas las conexiones con la realidad absoluta. Busca, pues, una palabra que sea capaz de escapar de su materialidad y convertirse ella misma en el alma del mundo. “Pero en vano es lucha”, dice Bécquer, pues es consciente de los límites del lenguaje. Por ello, aspira a trazar conexiones que lo aproximan a lo inefable, trazos dados por el lenguaje de las sensaciones y de las sugerencias.

De ahí que se afirme que la poesía es aquello inabarcable, aquello que es de difícil definición porque lo que en ella se pretende es captar las cosas imperceptibles, las sensaciones claramente inefables del poeta. Entra, por ello, el elemento razón como aquello que modula o intenta trabajar las sensaciones que acrecientan la realidad del poeta. A través del lenguaje se establece la comunicación de sensaciones. Igual que el amor, la poesía mecaniza el drama interior del alma del poeta para convertirlo en fruto recíproco del que lo escucha. El sentimiento, pues, será una de las raíces que dan forma a la poesía:

En aquel momento di aquella definición porque la sentí.[1]

Bécquer no entiende la poesía como un arrebato inesperado de los sentimientos, no entiende el galope furioso de la inspiración. Considera que la poesía surge de un trabajo constante, donde entran en juego un continuo de elementos. Es cierto, primero se siente, porque es de allí de donde nace la poesía; pero esta no se estanca aquí, sino que la razón entra en juego para intentar coordinar los elementos que caracterizan la expresión de los sentimientos. Por tanto, primero siente y luego, razona. La poesía nace de la idea, cuya raíz estriba en los sentimientos y la mujer. El poeta ha de intentar dar forma configurando la expresión poética a través de unas palabras surgidas del pensamiento. Componer significa un proceso que va del interior al exterior, de los sentidos al pensamiento:

El que siente se apodera de una idea, la envuelve en una forma, la arroja en el estadio del saber y pasa.[2]

La poesía, pues, no constituye una forma hermética, obtusa, concluida y cerrada a partir de preceptos y reglas. Es el trabajo mental de la expresión más interiorizada. Rechazará, por tanto, la poesía encorsetada de erudición, de forma por forma, porque para él la poesía ha de ser emanación del alma.

Este carácter interior de la poesía becqueriana confiere a sus textos la tonalidad intimista que facilita la comunicación mediante un proceso intuitivo que pone en marcha la capacidad enunciadora y receptiva de los dos sujetos. En Bécquer encontraremos, pues, un lenguaje emanado de la intuición; un lenguaje comunicativo, consciente de la palabra poética. De ahí que confiese “quiero decirte lo que sé de una manera intuitiva, comunicarte mi opinión”.

Bécquer establece la siguiente igualdad: poesía = sentimiento = mujer. Y lo hace porque, muy del gusto romántico, considera la figura femenina como la representante de los instintos, de lo interior, de los sentimientos. Por ello, será la expresión poética, incorpórea, intangible, inefable…, claros preceptos románticos del ideal femenino. Diferencia, a su vez, al menos la predisposición hacia ella, en el hombre y en la mujer. La poesía es la mujer por su carácter sentimental, es inherente a ella. Se convierte, pues, en belleza misma de la mujer, una belleza inspirada por los sentimientos y reflejada en la esencia femenina. Para el hombre la poesía no es natural, sino la idea ya razonada; no es intuición, sino el paradigma de su espíritu. En cambio, la mujer forma parte de la poesía, porque ella lo es:

En la mujer, por el contrario, la poesía está como encarnada en su ser; su aspiración, sus presentimientos, sus pasiones y su destino son poesía; vive, respira, se mueve en una indefinible atmósfera de idealismo que se desprende de ella como un fluido luminoso y magnético; es, en una palabra, el verbo poético hecho carne.[3]

Por tanto, Bécquer ve en la mujer el claro paradigma de esta voz interior al ser ella “personificación del sentimiento”. La poesía será igual al amor al intentar emular un proceso interno, de ahí que sea muy difícil dar con la definición concreta.

El poeta no concibe la escritura como un arranque directo de los sentidos y las sensaciones. Es cierto que de aquí nace el proceso: sensación – inspiración – reposo – expresión poética. El momento en el que sientes las emociones se confunde con el mismo estado del hombre, se camuflan y se hacen herméticas, difíciles de expresar. Bécquer habla de “rudo choque de las sensaciones producidas por la pasión y los afectos”. En estos momentos, la poesía no sería más que copia de sensaciones que se confunden. Sólo el poeta es capaz de macerar las sensaciones y darles la consistencia poética a través de la memoria, a través de la reflexión.

Cuando siento, no escribo. Guardo, sí, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; éstas, ligeras y ardientes, HIJAS DE LA SENSACIÓN, duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria, hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes que bullen con un zumbido extraño, y cruzan otra vez a mis ojos como en una visión luminosa y magnífica.[4]

La poesía es la máscara de los sentimientos, la memoria de lo que se ha sentido: “No siempre la verdad es lo más sublime”. La grandilocuencia de las palabras y las expresiones, la retórica de la forma, evidencia el estado exaltado del poeta a la hora de escribir. La escritura diáfana, serena, de timbre sosegado y comunicativo, es la escritura de la reflexión, de los sentimientos en remanso. Bécquer, pues, pasa a hablar de la dificultad del lenguaje para poder comunicar el sentimiento y las pasiones. Las palabras son el yugo que atan a los sentimientos, pues no puede abarcar toda la expresión poética. Tacha, en definitiva, al idioma de deleznable por querer circunscribir la expresión del sentimiento:

¿Cómo la palabra, cómo un idioma grosero y mezquino, insuficiente a veces para expresar las necesidades de la materia, podrá servir de digno intérprete entre dos almas? IMPOSIBLE.[5]

La poesía se convertirá en el lenguaje adecuado para establecer las correspondencias entre el universo y el hombre.

Bécquer plantea el amor como la causa del sentimiento. Será uno de los temas por excelencia de su poesía. Luchará por poder expresarlo. Sabe que es difícil llegar a la expresión exacta de ese sentimiento, porque surge de un arrebato interior que no logra dominar. Y, como no lo puede dominar, tampoco puede controlar la expresión de ese sentimiento, y se plantea por boca de ella: “¿No hablan de él a cada paso, gentes que no aún lo conocen? ¿Por qué no has de hablar tú, tú, que dices que lo sientes?” Por tanto, lo que se siente en estado puro, sin ser reflexionado, no se puede expresar. De ahí la dificultad de poetizar el verdadero sentimiento amoroso; de ahí la lucha continua con el idioma por no poder, por no saber expresarlo.

¿Quieres saber lo que es el amor? Recógete dentro de ti misma, y si es verdad que lo abrigas en tu alma, siéntelo y lo comprenderás, pero no me lo preguntes.[6]

Para Bécquer, pues, el amor es “el origen de esos mil pensamientos desconocidos que todos ellos son poesía, poesía verdadera y espontánea que la mujer no sabe formular, pero que siente y comprende mejor que nosotros.”[7] La poesía, en definitiva, captará el instante, las sensaciones y lo desconocido.
 
LIDIA RECUENCO HITA



[1] GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, Rimas y declaraciones poéticas, Espasa Calpe (Austral),  Madrid, 1994,  p. 227
[2] Ob. cit., nota 1, p. 228
[3] Ob. cit., nota 1, p. 230-231
[4] Ob. cit., nota 1, pp. 232-233.
[5] Ob. cit., nota 1, pp. 235.
[6] Ob. cit., nota 1, pp. 241.
[7] Ob. cit., nota 1, pp. 241.

miércoles, 10 de julio de 2013

EL "REALISMO IDEAL" EN LAS LEYENDAS DE GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

En Bécquer se prefigura la imagen del poeta reflexivo, es decir, aquel poeta que conjuga la reflexión –claro indicio en las Cartas literarias a una mujer- con la creación. Las Cartas literarias, de claro tono coloquial, muy ajustado al estilo epistolar, forman un todo coherente entre sí y con respecto a la creación poética. Por tanto, vemos claramente esbozada la correspondencia con las Rimas.
Bécquer parte del equilibrio entre la “pasión” y la “inteligencia”, mediante una elaboración consciente. Se plantea qué es la poesía para llegar a la conclusión de que es la sustancia inicial, el elemento que es inherente a la belleza y a la mujer. Reafirma una existencia objetiva de la poesía independiente al poeta. Y por ello habla de los tres grandes centros de confluencia de la poesía: el mundo de lo sensible, lo misterioso y el mundo del sentimiento. En este último, planteará el desacuerdo entre sentimiento y razón; un desacuerdo de polos opuestos pero, como tales, se atraen –esta idea primará en poetas posteriores como Miguel de Unamuno o Antonio Machado-.
Plantea la insuficiencia del lenguaje poético, idea que nos recuerda a la concepción del lenguaje de los místicos al considerar el mundo de la expresión como algo inefable. Las palabras presentan una dimensión simbólica. A partir de ahí, traza la reflexión sobre de qué manera el poeta hace suya la poesía, aquella esencia que en un principio plantea una existencia objetiva e independiente. Habla del tono de autenticidad y la característica de contención de la poesía. En sus poemas, y de hecho en cualquier poesía, no ha de haber retórica alambicada y sí un fuerte poder de sugerencia. Así, y partiendo de este punto, Bécquer iniciará un proceso de depuración del lenguaje poético. En contraste con Espronceda, amansa el lenguaje, convirtiéndolo en expresión cadente de una sensibilidad interior. Espronceda hace del lenguaje el grito interno, sincero, de un “yo” con la fuerza estentórea y rotunda de la palabra. En Bécquer hay el suave aleteo de la musas, en contraposición al coraje hacho palabra y grito.
Esta poética no sólo se puede apreciar en las Rimas, sino también en su prosa. Bécquer contribuirá a la prosa poética con la leyenda. Veremos, pues, que la prosa y la poesía son complementarias en el mundo poético becqueriano.
Las leyendas son el resultado de la conjunción de un cierto gusto por el historicismo, el nacionalismo y un interés por las tradiciones populares. Vemos que Bécquer entronca claramente con el Romanticismo. En la época, se aprecia un extenso cultivo de la leyenda, pero hay un mayor interés por la leyenda versificada –Espronceda, por ejemplo- que nutren los romances históricos del Duque de Rivas y las leyendas de Zorrilla. El término “balada” aplicado a la prosa (y al verso) será un cauce de imitación de leyendas populares. Alrededor de 1850, las leyendas (en general, en todo el Romanticismo) habían entrado en fase de decadencia, a pesar de que las composiciones seguían siendo del gusto del público. En este contexto, se abre paso el costumbrismo y Campoamor inicia un nuevo rumbo. Es cuando Bécquer comienza a publicar sus primeras leyendas.
Son un total de 16 leyendas, y se comprenden entre 1858, con la publicación de El caudillo de las manos rojas, y la última en 1864, con La rosa de la pasión. Transcurren seis años, los mejores de Bécquer. Ha logrado superar sus primeros años de marginalidad; vive en Madrid, con cierta estabilidad, e inicia las colaboraciones con El Contemporáneo. Vemos, pues, ese componente de supervivencia, muy típico en el escritor del XIX –e incluso en época actual-, que ha de escribir en un periódico para subsistir y suplantar el trabajo como creador. Vemos, pues, la vinculación de la producción becqueriano con el periodismo.
Salvo El caudillo de las manos rojas, las demás leyendas siguen unas convenciones temáticas que se ajustan a los tratados de Zorrilla. Todas se publican en El Contemporáneo, exceptuando El gnomo, La promesa, El beso, La corza blanca, que lo hicieron en el periódico La América. Podemos encontrar una coincidencia entre la ubicación temporal y la fecha publicada: El monte de las ánimas, después del día de Difuntos; Maese Pérez, el organista, después del día de Navidad. Vemos que Bécquer se acomoda a las técnicas y formas periodísticas y, por tanto, al pueblo y a los gustos y motivaciones del momento. Claras razones, pues, de orden sociológico y clara presión de la prensa sobre el escritor.
El caudillo de las manos rojas (1858) es una leyenda escrita de manera espontánea, sin tener en cuenta las características de una publicación determinada. Leyenda extensa y de tema exótico, dado su marcado léxico oriental. Probablemente, esta leyenda chocara con los gustos de los lectores burgueses del momento. En la gran mayoría de las leyendas no siguió estas pautas, sino que buscó la sintonía entre los gustos del público y los temas de sus relatos. La mayoría son de tema medieval, vinculados a la tradición y al folklore. Bécquer hace el esfuerzo por adaptarlos a los gustos de la época y entrar, así, en la órbita literaria que contribuyó a crear Zorrilla y el Duque de Rivas.
La temática de la leyenda, en general, tendía a imitar los relatos folklóricos. Eran vagamente históricas y se producía una vinculación con un lugar o un monumento, testimonio material de las leyendas. Estas pueden recurrir a la historia, pero tienen grandes elementos no veraces, como por ejemplo la intervención de elementos sobrenaturales de raíz cristiana.
Formalmente, las leyendas presentan no pocas innovaciones, y no todas son de origen exclusivamente literario, sino derivadas de la prensa y del receptor. Van dirigidas a un lector amplio y menos culto. La leyenda dirigida a un público selecto, preparado, era aquella que se editaba en libros o se recitaba en cernáculos determinados. Eran las leyendas del Duque de Rivas o de Zorrilla. El cuento legendario, vinculado a la leyenda, se difundió en publicaciones periódicas de carácter literario, publicaciones más instruidas, como el Semanario Pintoresco Español. La leyenda becqueriana invade las secciones de “Variedades” de los periódicos políticos, una página literaria y lúdica. En la época de su publicación, Bécquer nutre una línea periodística en la que tenía importancia las leyendas, las cuales van a tener un papel destacado sobre un público no preparado. Esto obliga a Bécquer a adaptar la leyenda:
  • ha de ser un relato más entretenido;
  • ha de abandonar el verso a favor de la prosa;
  • ha de reducir la extensión;
  • ha de simplificar la trama.

¿Qué ocurre con los temas? Se producen reajustes. Los argumentos han de ser más verosímiles, aunque se adopte elementos fantásticos. Lo hace, no obstante, de una manera más realista. Bécquer hace verosímil lo fantástico en las leyendas más tradicionales (vid. Todorov, Ensayo de literatura fantástica), y es quien consigue adaptar mejor el género a estos propósitos, sin perder por ello la autenticidad. La leyenda es vehículo por el que aflora su atormentada subjetividad, con lo cual las leyendas cobran fuerza expresiva y existencial, semejante a las rimas. En algunos casos, como en El Cristo de la calavera, La cueva de la mora, La promesa o La rosa de pasión, falla esta nota de autenticidad, porque Bécquer se conforma con una mera construcción histórica sin aportar nada de su propia originalidad, su subjetividad. El hecho de haber sabido dotar a los temas fantásticos de un tratado realista creíble lo aleja de lo que sería el cuento de hadas, salvo El gnomo. La leyenda pierde su carácter de ficción inocua y se aproxima a la literatura de terror, puesto que en las leyendas becquerianas podríamos hablar de cierto realismo de lo fantástico; logra conmover al lector y lo hace entrar en el terreno de la duda, la ambigüedad, que según Todorov, es la característica principal del relato fantástico. En Bécquer, el tratamiento de lo fantástico es plenamente moderno, mucho más próximo a la sensibilidad de Edgar Allan Poe que a la de Zorrilla. Este último seguirá el Romanticismo más convencional, alejado de nuestra sensibilidad; Bécquer nos resulta más próximo, dada su mirada que nos continúa impresionando.
Bécquer abandona tradicionalmente el ámbito de lo maravilloso para situarse en lo fantástico –según Todorov, “es la oscilación entre lo real y lo sobrenatural”-. Supo adaptarlo; se da cuenta, en ese momento, que el Romanticismo exaltado ya no tiene credibilidad entre el público, y lo plantea mediante una visión escéptica e irónica. Se sitúa en un tiempo que ya da cabida a una nueva estética. Es de destacar como da a la Edad Media un contorno menos mítico, más cercano. Así, a pesar de estar ambientadas en época medieval, presentan problemas existenciales cercanos al hombre del XIX. Con ello, da a las leyendas plena contemporaneidad.
La primera edición de las Leyendas se ubica en pleno período realista (1871, Leyendas; 1870, Discurso de Galdós). Bécquer debió intuir estos cambios, y cuando aparece la primera edición –preparada por Rodríguez Correa-, irrumpen de lleno mezcladas con obras de estilo realista. El crítico se esfuerza por acomodar el texto al marchamo de la época, y lo denomina “realismo ideal”, es decir, las leyendas entrañan la idea de verdad bajo el trasfondo fantástico, pues siempre palpita un hecho real.

La obra de Bécquer fue leída por unos lectores que poseían una sensibilidad alejada de la típicamente romántica. Esto da lugar a que el autor acabará considerado como un escritor de transición entre dos sensibilidades. Es el ejemplo vital, pues, del Romanticismo que pervive en el Realismo.
LIDIA RECUENCO HITA

COMENTARIO RIMA XV, “Cendal flotante de leve bruma”, de GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

Cendal flotante de leve bruma, 
rizada cinta de blanca espuma, 
rumor sonoro 
de arpa de oro, 
beso del aura, onda de luz, 
eso eres tú. 
 ¡Tú, sombra aérea, que cuantas veces 
voy a tocarte, te desvaneces, 
como la llama, como el sonido, 
como la niebla, como el gemido 
del lago azul! 
 En mar sin playa onda sonante, 
en el vacío cometa errante, 
largo lamento 
del ronco viento, 
ansia perpetua de algo mejor, 
eso soy yo. 
 ¡Yo, que a tus ojos, en mi agonía, 
los ojos vuelvo de noche y día; 
yo, que incansable corro y demente 
tras una sombra, tras la hija ardiente 
de una visión! 

El crítico y poeta Dámaso Alonso, al hablar de la figura de Gustavo Adolfo Bécquer, lo encuadra dentro de la poesía contemporánea, puesto que a partir de él la poesía recoge una nueva sensibilidad. Y lo define como la propia poesía: “es la Poesía, la Poesía como animadora de la naturaleza universal, como vínculo de la forma y de la idea”[1]. Para Bécquer, al fin y al cabo, la realidad poética es mucho más de lo que se muestra en el poema acabado, pues el poema como creación última no resume ni la mínima parte del sentir poético experimentado. Pues, como apunta Jorge Guillén, “el vocablo ‘poesía’ no alude a la obra hecha por el hombre sino a lo que en el mundo real es poético”[2].
La temática global de la gran mayoría de sus rimas se basa en la espiritualidad del acto poético. Esta espiritualidad dota al mundo poético de referencias externas de la realidad circundante, es decir, Bécquer se apoya en focos materiales para extraer de ellos analogías con su mundo interior. “Donde culmina, apunta Rafael de Balbín, para Gustavo Adolfo, la universal plenitud de lo poético, es en la relación con lo humano personal. Ya sea con la íntima existencia individual del poeta, ya sea en la proyección alterocéntrica de sus personalidades.[3]” Recurrirá a seres poéticos, fantásticos o reales, de entre los cuales se encuentra la mujer.
Centrándonos en la Rima XV, el espíritu, la esencia de todas las cosas, tiene su correlato en la figura femenina. De hecho, podríamos hablar de la visión de la mujer como símbolo etéreo de la aspiración irrealizada. A través de la evocación de ella, el poeta intentará descorrer el velo de Isis que esconde el último misterio del hombre. Bajo esta pintura de palabras, descubrimos una especie de parábola sobre la creación poética. Es decir, de la relación amorosa, Bécquer construye un poema Metapoético. La génesis de este proceso es el sentimiento, identificado con el amor como ley que rige el universo bajo una atmósfera de profundidad filosófica. Dice Bécquer, en unas de sus Cartas literarias a una mujer: “Yo sólo te podré decir que él es la suprema ley del universo; ley misteriosa por la que todo se gobierna y rige, desde el átomo inanimado atracción todas nuestras ideas y acciones, que está, aunque oculto, en el fondo de toda cosa”[4].
Realmente, la rima “Cendal flotante de leve bruma”, en un principio, no alude directamente a la mujer, sólo sugiere. Los lectores podemos sospechar, si tenemos en cuenta otros textos del propio poeta, que podría estar hablando de la mujer o de la inspiración poética, o tal vez de las dos cosas por igual. Y esto es así puesto que Bécquer establece la igualdad entre poesía y mujer: la poesía es algo inherente a la mujer, al amor, pues ella muestra ese sentimiento esencial que la hace posible. Ve, por consiguiente, en la mujer el claro paradigma de sus propias voces interiores que condicen hacia la poesía: “tú eres la más bella personificación del sentimiento, y el verdadero espíritu de la poesía no es otro”[5].
Estructuralmente, el poema nos ofrece la visión conjunta de dos seres que chocan entre sí debido a su diversa naturaleza. Los dos grupos de estrofas que lo componen muestran una unidad temática que, conjuntada, constituye el fin último del poema: mostrar la imposibilidad de la relación amorosa, del deseo oculto del hombre. Esas dos unidades, el tú y el yo, se muestran separadas; no hay en todo el poema ningún indicio que las conjunte, no existe un pronombre personal “nosotros” que nos lleve a hablar de la consecución absoluta de la relación. De ahí que el anhelo del poeta, del amante, aparezca fragmentado, individualizando cada uno de los sujetos por sí mismo, sin conjunción.
Como vemos, el eje central que recorre la construcción poética se basa en el uso de los pronombres personales, tú y yo, y la consecuente descripción de estos dos polos: “eso eres tú” (v.6) y “eso soy yo” (v.17). Este uno del verbo ser individualiza más los sujetos, colocándolos en diferentes lados pero que marchan, aun así, paralelos. La sentencia cae rotunda, afirmativa, de modo que dentro de la inmaterialidad de las descripciones cobran entidad existencial de los dos sujetos.
Estas tautologías, además, antropomorfizan la naturaleza, anteriormente referida. Bécquer recurrirá a la naturaleza, entendida como macrocosmos, para ejemplificar las correspondencias con el microcosmos humano. Hemos de tener en cuenta el valor simbólico de los espacios, pues las palabras, como veremos, se muestran insuficientes para describir la idea, la mujer, el sentimiento. El poema, gracias a la sustantivación constante, se muestra totalmente visual; parece un cuatro. El lector se asoma a él y observa el mundo que el poeta presenta en su propio interior. Sugiere una estampa, cercenada de brochazos impresionistas. No se centra en los detalles, pretende captar una atmósfera de sugerencia. Por ello, detiene el tiempo y lo hace subjetivo. Estamos ante una atmósfera imprecisa, de ritmo detenido, que evoca una realidad reflejada en el interior del hombre. De ahí que durante la lectura del poema estemos situados en la perspectiva del poeta, pues vemos sólo aquello que él nos quiere mostrar: su propia imaginación.
Se percibirá, pues, un constante paralelismo entre los dos, paralelismo que no sólo nos ayuda a forjar el ritmo del poema, sino también potencia las cualidades que hacen de estos dos seres, aparentemente antagónicos, hermanos, porque de los dos nace una espiritualidad, inherente en la mujer y elemento contemplado en el poeta. Bécquer manifiesta que es el poeta el único capaz de percibir la espiritualidad: “La poesía es en el hombre una cualidad puramente del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la idea y para revelarla necesita darle forma.”[6] De todas maneras, en este paralelismo, semánticamente, se esconde una antítesis que refuerza la oposición entre los dos sujetos y, por tanto, la imposibilidad de unión, ya que la naturaleza espiritual es diversa en los dos. Lo cierto es que se percibe una atracción de dos potencias, un constante acercarse y alejarse. Pero, como ya hemos apuntado, esto hace de la relación un imposible. “Este poder de atraer y relacionar a los espíritus, está bien recogido en la actitud del poeta que aparece envolviendo la humanidad en el fluido de fuego. Así la creación poética, como originada en el amor, aparece siempre como un hecho de relación plural entre seres que son atraídos como polos de una gravitación cósmica y universal.”[7].
En este poema, el yo poético se descubre a través del sentimiento lírico; podríamos decir que el sujeto yo es constantemente presente en el poema, el único emisor poético. En ese tú, que se nos muestra, aparece implícitamente un yo, el del poeta, pues son los ojos de éste los que aparecen reflejados, es la propia imaginación del poeta la que queda al descubierto. De ahí que no hablamos de diálogo. La incomunicación entre el amante y el objeto amado es constante; si hubiera diálogo, sería un diálogo consigo mismo en ausencia del objeto. El poeta es consciente de esta incomunicación, pues ese tú es el ideal poético inalcanzable, la Poesía. El tú, el ideal, es algo que huye, inaprehensible, incorpóreo. Es sólo luz y sonido en el aire.
Si atendemos a las primeras estrofas, nos damos cuenta de la naturaleza del objeto amado. La mujer, el ideal, es descrita con atributos naturales; una naturaleza propia de la imaginación, propia del reino interior del poeta. En esa naturaleza volátil el poeta encuentra resolución a sus ilusiones y fantasías, ya que esta evocación inmaterial, casi transparente, es la única manera de poder transmitir aquello que le sucede por dentro. La mujer se transforma en parte de lo natural del mundo, pues es el anhelo del hombre, y se transforma en poesía, pues el anhelo del poeta. Trazará, en consecuencia, el paisaje de la imaginación para intentar captar la figura femenina dentro de los límites de su existencia intangible.
El sintagma “sombra aérea”, que aparece al inicio de la segunda estrofa, apela a la realidad fantasmal, incorpórea de la mujer. Cada uno de los elementos que la describen cobrará una cierta simbología que nos trasladarán a un mundo que queda fuera de la relación símbolo referente; es decir, se sugerirá una consonancia con los elementos fuera de la naturaleza material del objeto. La mujer nacerá de sensaciones que remueven el espíritu del poeta, de ahí que la compare con elementos perceptibles sólo por los sentidos:
“¡como la llama, como el sonido,
como la niebla, como el gemido
         del lago azul!” (vv. 9-11)

A través de esta invocación a los elementos naturales, Bécquer encuentra un recurso factible para poder describir la naturaleza de su objeto poético, del objeto amado, dotado de una realidad fantástica que es fruto de los propios delirios del poeta. Le será necesario conjuntar todos los sentidos posibles en unos solo, porque es la única manera, y aun así insuficiente, de poder expresarlo.
Y nos preguntamos por qué es la mujer de naturaleza ideal y no simple materia, de carne y hueso. En Bécquer, todo es espíritu, y por ser espíritu representa la aspiración del hombre y del poeta. Según él, el hombre alberga dentro de sí sentimientos, ideas, que no le son dados poder referir con palabras. La mujer se convierte en sentimiento, en sugerencia, y, finalmente, en la propia poesía. “En la mujer, por el contrario, la poesía está como encarnada en su ser; su aspiración, sus presentimientos, sus pasiones y si destino son poesía (…); es, en una palabra, el verbo poético hecho carne.”[8]
Todo poeta intenta construir una arquitectura de sensaciones que hacen referencia a ese mundo que sabe que existe dentro de sí, pero que no puede liberarlo de la conciencia humana. Aspira a poder desligar el entramado de su propia mente y expresar la esencialidad del amor, de la poesía; o lo que Gabriel Celaya llama “El Otro”: “un confuso sentimiento de la presencia de un extraño; la aspiración de algo que nosotros, por lo menos, nuestra conciencia lúcida, desconoce, y que abre paso a una realidad distinta a la que los sentimientos registran o la razón comprende.”[9] La mujer representa esa espiritualidad ante la cual el poeta se siente como Tántalo ante el fruto deseado:
“Tú, sombra aérea, que cuantas veces
voy a tocarte te desvaneces” (vv. 7-8)

Como ya hemos apuntado, se establece la imagen antitética de la naturaleza a la hora de mostrar una dicotomía entre el tú femenino y el yo poético. La mujer, dotada de una identidad intrascendente, choca con el universo perdido que caracteriza la figura del yo:
“En mar sin playas onda sonante
en el vacío cometa errante” (vv. 12-13)

Ese yo se encuentra ante la inmensidad del mundo, lanzado al vacío del universo, y su mirada se muestra impotente ante la imposibilidad de abarcar esa totalidad. Esta imagen nos sugiere el cuadro del pintor alemán Friedrich, El viajero en el mar de niebla. Este pintor ilustra la visión de un hombre que está en una cima contemplando el paisaje, intentando interaccionarse en su totalidad. Vemos al hombre en el centro de la contemplación, al hombre mezclado con la naturaleza. Se busca un equilibrio de masas que resulta imposible debido al enfrentamiento entre la pequeñez del hombre y la inmensidad del mundo. Es la naturaleza poderosa que cantaba Leopardi. En la rima de Bécquer, el yo poético se intenta introducir en esa atmósfera que envuelve la creación, pero no llega. Resulta demasiado basto para poder asimilarlo por completo; sólo le resta intuirlo. El yo poético aspira a encauzarse dentro de la armonía, en la consecución total del universo. Dice Celaya: “Unido a ella, que es el tú ideal, Bécquer intenta incorporarse al concierto total de la sinfonía panteísta”[10]
Por tanto, se nos presenta una dimensión en profundidad o el abismo de las cosas, dibujado en el ideal femenino, en el sentimiento, en la poesía. Descubre, y se conciencia Bécquer, de que no siempre se puede ver todo lo que hay, pues existen realidades que por su naturaleza no son más que un sueño. Se pueden intuir, pues el poeta es capaz de hacerlo, pero no se puede aprehender por completo. De ahí el vértigo, exponerse al riesgo y a la “agonía”, porque la atracción es fuerte, seductora, enfermiza; una atracción que es clara muestra de la imposibilidad de verse a sí mismo en la conjunción total de dos mundos.
El poeta acaba siendo el símbolo de la búsqueda constante e impotente, búsqueda melancólica y triste ante la imposibilidad de albergar ese anhelo de intrascendencia. El yo poético se autodefine con estas palabras, “ansia perpetua de algo mejor” (v. 16); un deseo que se reduce a una simple aspiración imposible.
Es la última estrofa donde más se advierte la imposibilidad de abarcar el objeto deseado. Esa búsqueda se convierte en casi una persecución, que Bécquer ha sabido mostrarnos con una imagen muy plástica, en la que se percibe casi por completo el movimiento y la rapidez de los gestos:
“Yo, que a tus ojos, en mi agonía,
los ojos vuelvo de noche y de día;
yo, que incansable corro, y demente,
¡tras una sombra, tras una hija ardiente
                     de una visión! (vv. 18-22)

Se observa claramente el dolor, la tristeza y la impotencia del poeta. Esa búsqueda incesante se convierte en obsesión, obsesión que roza la locura, tal y como le ocurre a Manrique, protagonista de la leyenda El rayo de luna, que exclama al final: “No quiero nada…; es decir, sí quiero: quiero que me dejéis solo… Cántigas…, mujeres…, glorias…, felicidad…, mentiras todo, fantasmas veo que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna.”[11] Pero, ¿realmente podemos hablar de enajenación? Esta impotencia, que roza el absurdo, hace al poeta concienciarse de la imposibilidad de abarcar el mundo esencial, la idea. Sólo le resta permanecer resignado a intuirlas.
Esta última estrofa es muy clarificadora del sí último del poema, porque condensa todas y cada una de las características que componen el pensamiento poético de Gustavo Adolfo Bécquer. Vemos a un hombre, a un poeta, que intenta alcanzar la espiritualidad última del todo, del mundo, del amor. Y, desde su interior, se lanza hacia el mundo exterior y “corre”, como indica el poema, hacia aquello que no le es dado alcanzar: “tras una sombra, tras la hija ardiente / de una visión” (vv. 21-22). Este último vocablo connota resonancias de imposible, de algo fugaz que se pierde ante la materialidad del mundo.
Por ello, en Bécquer, todo resulta ser un sueño. Y he aquí la naturaleza sugerida de la poesía, la mujer y los sentimientos; naturaleza intuida, por no decir soñada. Bécquer recrea en sus poemas la evocación de una sensación, de una vivencia soñada o imaginada, de un sentimiento experimentado, que pretenderá expresarlo a través de la palabra, pretensión que se verá frustrada. Porque el sentimiento poético, el amor o ese ideal de perfección intuido por el yo son dados a permanecer relegados en el mundo del espíritu, y la palabra no será capaz de poder asirlos. Y es aquí cuando podemos plantear el tema de la imposibilidad de definir el sentimiento poético, el sentimiento amoroso. Bécquer refleja la preocupación básica de la forma: la palabra, la problemática del lenguaje. Todas las sensaciones, ideas, que batallan dentro de sí, muestran al poeta que la simple palabra no es más que materia en la que la esencia no llega a ajustarse. La única manera de poder mostrarlo es a través de una atmósfera de sugerencia, a través de expresar lo inexpresado.
Con esto podemos decir que, tanto en el proceso creativo como en la relación amorosa, Bécquer experimenta algo inefable, pues es consciente de la información que puede albergar tras de sí el silencio, lo no dicho. Y es en este no poder expresar con palabras donde reside la verdadera poesía. “Las palabras son carne, y la verdadera poesía está más allá de lo que escribimos. Es, literalmente, una Metapoesía.”[12]
En la rima, esta idea se muestra a través de la imposible comunicación entre el tú y el yo, entre el poeta y la inspiración poética. Es imposible, porque la consecución de ese ideal no es más que un anhelo, una “visión”. El poeta siempre perseguirá algo: la mujer ideal, la poesía en sí. El yo se siente atrapado ante un anhelo que provoca una sensación de angustia. Por tanto, lo importante es entender la imposibilidad de consecución de aquello que se persigue, que en el terreno amoroso se traduce en la imposibilidad de la relación amorosa, y en el terreno poético, en la imposibilidad de entender la esencia poética. Es intentar descubrir el misterio del amor, el misterio de la poesía.
La comunicación truncada se torna expresión primigenia arrancada del gesto, el grito, el sollozo o el suspiro, más que de la palabra material; por eso el poeta se define como “un largo lamento / del ronco viento” (vv. 14-15) y la mujer, como “rumor sonoro / de arpa de oro” (vv. 3-4). Bécquer recurre a la evocación de los sonidos más que a la palabra directa porque brotan espontáneos y sugieren de manera inmediata lo que pretende expresar.
Al resultarnos el lenguaje inefable, insuficiente, las palabras han de presentar una cierta dimensión simbólica. Nos ofrecerá sugerencias como la propia imaginación. Por ello, amansará el lenguaje, convirtiéndolo en expresión condensada de una sensibilidad interior. De ahí que nos sugiera su propio yo, pues todo está abocado hacia el exterior desde su mundo interno. Su sensibilidad va más allá de la simple realidad, pues intenta absorber, o crear un puente, entre lo exterior y el propio mundo interno. El acercamiento a sus sensaciones nos resultará irracional, dad la atmósfera de fantasía, sueño o imaginación que predomina. Su objetivismo radicará en el vivir y en el sentir para luego amueblarlo con la atmósfera subjetiva de su propia mirada.
Inundará su poesía de una atmósfera de delicadez, de sosiego, para exprimir la clara conciencia del mundo. Ante esto, se desvincula de la ornamentación anterior, para definirse por la brevedad y la intensidad de las emociones. Depurará la lengua para ir a la esencia, a lo profundo de las palabras, porque a él lo que verdaderamente le interesa es mostrarnos la materia primera de las cosas. Y ha de ir a la esencia de la palabra, porque ella, por sí sola, resulta inútil ante la inspiración, el sentimiento y la idea: “Pero, ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus esfuerzos!”[13]
En conclusión, las miradas de los poetas pueden ofrecérsenos oscuras, trabajadas, cinceladas por el mármol de las palabras; pero resulta ser una mirada forzosa, poco sincera ante la realidad que pretende mostrar. Puede ser, por el contrario, una mirada transparente, sencilla, que deviene ingenua al intentar expresar aquello que, racionalmente, sabe que no puede. Esta es la mirada de Gustavo Adolfo Bécquer.
Su mirada se materializa en unos ojos que persiguen el ideal del mundo, la esencia que lo constituye. Por ello, podríamos imaginarnos a un Bécquer que “corre” tras la expresión de una idea, tras la materialización de un sentimiento. Su impotencia se hace gemido, frustración, rebeldía. Tratará de buscar ese misterio, cuyas reminiscencias se encuentran, claramente, en su sosegado mundo interior. Él, como poeta, posee un alma que va más allá de la material, un alma que capta el mundo inadvertido de los sueños, de los recuerdos, del espíritu. Intentará manifestar existencias ocultas de la realidad y, para ello, dará cuenta de la poesía como lenguaje del mundo.
Vemos, pues, una vocación hacia un entendimiento del mundo como profundización de la realidad. No basta con ver, no hay la inspiración suficiente como para captarlo en su totalidad. Él considera que las sensaciones poéticas son algo para ser dicho, como un susurro, como una cadencia, que abarque y circunde toda la emoción poética. Se establecerá, de tal manera, la intimidad rescatando un espacio para ella en el hombre contemporáneo. Podemos decir que a partir de Gustavo Adolfo Bécquer se abre un nuevo camino hacia la modernidad. Dice Juan Ramón Jiménez: “Bécquer tiene ya, por otra cuenta más propia, aparte de su contemporaneidad cronolójica [sic], un traje moral gris moderno.”[14]

LIDIA RECUENCO HITA



[1] DÁMASO ALONSO, Poetas españoles contemporáneos, Gredos, Madrid, 1952, p.44.
[2] JORGE GUILLÉN, “Lenguaje insuficiente. Bécquer o lo inefable soñado”, en Lenguaje y poesía, Alianza Editorial, Madrid, 1992, p. 118.
[3] RAFAEL DE BALBÍN, Poética becqueriana, Editorial Prensa Española, Madrid, 1969, p.21
[4] GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, “Cartas literarias a una mujer”, en Rimas y declaraciones poéticas (ed. Francisco López Estrada), Austral, Madrid, 1986, p.240.
[5] Ob. Cit., en nota 4, p.232.
[6] Ob. Cit., nota 4, p.230.
[7] Ob. Cit., nota 2, pp.31-32.
[8] Ob. cit., en nota 4, pp. 230-231.
[9] GABRIEL CELAYA, “La Metapoesía en Gustavo Adolfo Bécquer”, en Exploración de la poesía, Seix Barral, Barcelona, 1971, p. 113.
[10] Ob. cit, nota 9, p. 131.
[11] GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, “El rayo de luna”, en Leyendas, (ed. Pascual Izquierdo), Cátedra, Madrid, 1993, p. 246.
[12] Ob. cit., nota 9, p. 85.
[13] GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, “Introducción sinfónica”, en Ob. cit., en nota 4, p.80.
[14] JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, “Crisis del espíritu en la poesía española contemporánea (1899-1936)”, p. 152.