Cendal flotante de leve bruma,
rizada cinta de blanca espuma,
rumor sonoro
de arpa de oro,
beso del aura, onda de luz,
eso eres tú.
¡Tú, sombra aérea, que cuantas veces
voy a tocarte, te desvaneces,
como la llama, como el sonido,
como la niebla, como el gemido
del lago azul!
En mar sin playa onda sonante,
en el vacío cometa errante,
largo lamento
del ronco viento,
ansia perpetua de algo mejor,
eso soy yo.
¡Yo, que a tus ojos, en mi agonía,
los ojos vuelvo de noche y día;
yo, que incansable corro y demente
tras una sombra, tras la hija ardiente
de una visión!
El
crítico y poeta Dámaso Alonso, al hablar de la figura de Gustavo Adolfo
Bécquer, lo encuadra dentro de la poesía contemporánea, puesto que a partir de
él la poesía recoge una nueva sensibilidad. Y lo define como la propia poesía:
“es la Poesía, la Poesía como animadora de la naturaleza universal, como
vínculo de la forma y de la idea”[1].
Para Bécquer, al fin y al cabo, la realidad poética es mucho más de lo que se
muestra en el poema acabado, pues el poema como creación última no resume ni la
mínima parte del sentir poético experimentado. Pues, como apunta Jorge Guillén,
“el vocablo ‘poesía’ no alude a la obra hecha por el hombre sino a lo que en el
mundo real es poético”[2].
La
temática global de la gran mayoría de sus rimas se basa en la espiritualidad
del acto poético. Esta espiritualidad dota al mundo poético de referencias
externas de la realidad circundante, es decir, Bécquer se apoya en focos
materiales para extraer de ellos analogías con su mundo interior. “Donde
culmina, apunta Rafael de Balbín, para Gustavo Adolfo, la universal plenitud de
lo poético, es en la relación con lo humano personal. Ya sea con la íntima
existencia individual del poeta, ya sea en la proyección alterocéntrica de sus
personalidades.[3]”
Recurrirá a seres poéticos, fantásticos o reales, de entre los cuales se
encuentra la mujer.
Centrándonos
en la Rima XV, el espíritu, la esencia de todas las cosas, tiene su correlato
en la figura femenina. De hecho, podríamos hablar de la visión de la mujer como
símbolo etéreo de la aspiración irrealizada. A través de la evocación de ella,
el poeta intentará descorrer el velo de Isis que esconde el último misterio del
hombre. Bajo esta pintura de palabras, descubrimos una especie de parábola
sobre la creación poética. Es decir, de la relación amorosa, Bécquer construye
un poema Metapoético. La génesis de este proceso es el sentimiento,
identificado con el amor como ley que rige el universo bajo una atmósfera de
profundidad filosófica. Dice Bécquer, en unas de sus Cartas literarias a una mujer: “Yo sólo te podré decir que él es la
suprema ley del universo; ley misteriosa por la que todo se gobierna y rige,
desde el átomo inanimado atracción todas nuestras ideas y acciones, que está,
aunque oculto, en el fondo de toda cosa”[4].
Realmente,
la rima “Cendal flotante de leve bruma”, en un principio, no alude directamente
a la mujer, sólo sugiere. Los lectores podemos sospechar, si tenemos en cuenta
otros textos del propio poeta, que podría estar hablando de la mujer o de la
inspiración poética, o tal vez de las dos cosas por igual. Y esto es así puesto
que Bécquer establece la igualdad entre poesía y mujer: la poesía es algo
inherente a la mujer, al amor, pues ella muestra ese sentimiento esencial que
la hace posible. Ve, por consiguiente, en la mujer el claro paradigma de sus
propias voces interiores que condicen hacia la poesía: “tú eres la más bella
personificación del sentimiento, y el verdadero espíritu de la poesía no es
otro”[5].
Estructuralmente,
el poema nos ofrece la visión conjunta de dos seres que chocan entre sí debido
a su diversa naturaleza. Los dos grupos de estrofas que lo componen muestran
una unidad temática que, conjuntada, constituye el fin último del poema:
mostrar la imposibilidad de la relación amorosa, del deseo oculto del hombre.
Esas dos unidades, el tú y el yo, se muestran separadas; no hay en todo el
poema ningún indicio que las conjunte, no existe un pronombre personal
“nosotros” que nos lleve a hablar de la consecución absoluta de la relación. De
ahí que el anhelo del poeta, del amante, aparezca fragmentado, individualizando
cada uno de los sujetos por sí mismo, sin conjunción.
Como
vemos, el eje central que recorre la construcción poética se basa en el uso de
los pronombres personales, tú y yo, y la consecuente descripción de estos dos
polos: “eso eres tú” (v.6) y “eso soy yo” (v.17). Este uno del verbo ser
individualiza más los sujetos, colocándolos en diferentes lados pero que
marchan, aun así, paralelos. La sentencia cae rotunda, afirmativa, de modo que
dentro de la inmaterialidad de las descripciones cobran entidad existencial de
los dos sujetos.
Estas
tautologías, además, antropomorfizan la naturaleza, anteriormente referida.
Bécquer recurrirá a la naturaleza, entendida como macrocosmos, para
ejemplificar las correspondencias con el microcosmos humano. Hemos de tener en
cuenta el valor simbólico de los espacios, pues las palabras, como veremos, se
muestran insuficientes para describir la idea, la mujer, el sentimiento. El
poema, gracias a la sustantivación constante, se muestra totalmente visual;
parece un cuatro. El lector se asoma a él y observa el mundo que el poeta
presenta en su propio interior. Sugiere una estampa, cercenada de brochazos
impresionistas. No se centra en los detalles, pretende captar una atmósfera de
sugerencia. Por ello, detiene el tiempo y lo hace subjetivo. Estamos ante una
atmósfera imprecisa, de ritmo detenido, que evoca una realidad reflejada en el
interior del hombre. De ahí que durante la lectura del poema estemos situados
en la perspectiva del poeta, pues vemos sólo aquello que él nos quiere mostrar:
su propia imaginación.
Se
percibirá, pues, un constante paralelismo entre los dos, paralelismo que no
sólo nos ayuda a forjar el ritmo del poema, sino también potencia las
cualidades que hacen de estos dos seres, aparentemente antagónicos, hermanos,
porque de los dos nace una espiritualidad, inherente en la mujer y elemento
contemplado en el poeta. Bécquer manifiesta que es el poeta el único capaz de
percibir la espiritualidad: “La poesía es en el hombre una cualidad puramente
del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la idea y para
revelarla necesita darle forma.”[6] De
todas maneras, en este paralelismo, semánticamente, se esconde una antítesis
que refuerza la oposición entre los dos sujetos y, por tanto, la imposibilidad
de unión, ya que la naturaleza espiritual es diversa en los dos. Lo cierto es
que se percibe una atracción de dos potencias, un constante acercarse y
alejarse. Pero, como ya hemos apuntado, esto hace de la relación un imposible.
“Este poder de atraer y relacionar a los espíritus, está bien recogido en la
actitud del poeta que aparece envolviendo la humanidad en el fluido de fuego.
Así la creación poética, como originada en el amor, aparece siempre como un
hecho de relación plural entre seres que son atraídos como polos de una
gravitación cósmica y universal.”[7].
En
este poema, el yo poético se descubre a través del sentimiento lírico;
podríamos decir que el sujeto yo es constantemente presente en el poema, el
único emisor poético. En ese tú, que se nos muestra, aparece implícitamente un
yo, el del poeta, pues son los ojos de éste los que aparecen reflejados, es la
propia imaginación del poeta la que queda al descubierto. De ahí que no
hablamos de diálogo. La incomunicación entre el amante y el objeto amado es
constante; si hubiera diálogo, sería un diálogo consigo mismo en ausencia del
objeto. El poeta es consciente de esta incomunicación, pues ese tú es el ideal
poético inalcanzable, la Poesía. El tú, el ideal, es algo que huye,
inaprehensible, incorpóreo. Es sólo luz y sonido en el aire.
Si
atendemos a las primeras estrofas, nos damos cuenta de la naturaleza del objeto
amado. La mujer, el ideal, es descrita con atributos naturales; una naturaleza
propia de la imaginación, propia del reino interior del poeta. En esa
naturaleza volátil el poeta encuentra resolución a sus ilusiones y fantasías,
ya que esta evocación inmaterial, casi transparente, es la única manera de
poder transmitir aquello que le sucede por dentro. La mujer se transforma en
parte de lo natural del mundo, pues es el anhelo del hombre, y se transforma en
poesía, pues el anhelo del poeta. Trazará, en consecuencia, el paisaje de la
imaginación para intentar captar la figura femenina dentro de los límites de su
existencia intangible.
El
sintagma “sombra aérea”, que aparece al inicio de la segunda estrofa, apela a
la realidad fantasmal, incorpórea de la mujer. Cada uno de los elementos que la
describen cobrará una cierta simbología que nos trasladarán a un mundo que
queda fuera de la relación símbolo referente; es decir, se sugerirá una
consonancia con los elementos fuera de la naturaleza material del objeto. La
mujer nacerá de sensaciones que remueven el espíritu del poeta, de ahí que la
compare con elementos perceptibles sólo por los sentidos:
“¡como la llama,
como el sonido,
como la niebla,
como el gemido
del lago azul!” (vv. 9-11)
A
través de esta invocación a los elementos naturales, Bécquer encuentra un
recurso factible para poder describir la naturaleza de su objeto poético, del
objeto amado, dotado de una realidad fantástica que es fruto de los propios
delirios del poeta. Le será necesario conjuntar todos los sentidos posibles en
unos solo, porque es la única manera, y aun así insuficiente, de poder
expresarlo.
Y
nos preguntamos por qué es la mujer de naturaleza ideal y no simple materia, de
carne y hueso. En Bécquer, todo es espíritu, y por ser espíritu representa la
aspiración del hombre y del poeta. Según él, el hombre alberga dentro de sí
sentimientos, ideas, que no le son dados poder referir con palabras. La mujer
se convierte en sentimiento, en sugerencia, y, finalmente, en la propia poesía.
“En la mujer, por el contrario, la poesía está como encarnada en su ser; su
aspiración, sus presentimientos, sus pasiones y si destino son poesía (…); es,
en una palabra, el verbo poético hecho carne.”[8]
Todo
poeta intenta construir una arquitectura de sensaciones que hacen referencia a
ese mundo que sabe que existe dentro de sí, pero que no puede liberarlo de la
conciencia humana. Aspira a poder desligar el entramado de su propia mente y
expresar la esencialidad del amor, de la poesía; o lo que Gabriel Celaya llama
“El Otro”: “un confuso sentimiento de la presencia de un extraño; la aspiración
de algo que nosotros, por lo menos, nuestra conciencia lúcida, desconoce, y que
abre paso a una realidad distinta a la que los sentimientos registran o la
razón comprende.”[9]
La mujer representa esa espiritualidad ante la cual el poeta se siente como Tántalo
ante el fruto deseado:
“Tú, sombra
aérea, que cuantas veces
voy a tocarte te
desvaneces” (vv. 7-8)
Como
ya hemos apuntado, se establece la imagen antitética de la naturaleza a la hora
de mostrar una dicotomía entre el tú femenino y el yo poético. La mujer, dotada
de una identidad intrascendente, choca con el universo perdido que caracteriza
la figura del yo:
“En mar sin
playas onda sonante
en el vacío
cometa errante” (vv. 12-13)
Ese
yo se encuentra ante la inmensidad del mundo, lanzado al vacío del universo, y
su mirada se muestra impotente ante la imposibilidad de abarcar esa totalidad. Esta
imagen nos sugiere el cuadro del pintor alemán Friedrich, El viajero en el mar de niebla. Este pintor ilustra la visión de un
hombre que está en una cima contemplando el paisaje, intentando interaccionarse
en su totalidad. Vemos al hombre en el centro de la contemplación, al hombre
mezclado con la naturaleza. Se busca un equilibrio de masas que resulta
imposible debido al enfrentamiento entre la pequeñez del hombre y la inmensidad
del mundo. Es la naturaleza poderosa que cantaba Leopardi. En la rima de Bécquer,
el yo poético se intenta introducir en esa atmósfera que envuelve la creación,
pero no llega. Resulta demasiado basto para poder asimilarlo por completo; sólo
le resta intuirlo. El yo poético aspira a encauzarse dentro de la armonía, en
la consecución total del universo. Dice Celaya: “Unido a ella, que es el tú
ideal, Bécquer intenta incorporarse al concierto total de la sinfonía panteísta”[10]
Por
tanto, se nos presenta una dimensión en profundidad o el abismo de las cosas,
dibujado en el ideal femenino, en el sentimiento, en la poesía. Descubre, y se
conciencia Bécquer, de que no siempre se puede ver todo lo que hay, pues
existen realidades que por su naturaleza no son más que un sueño. Se pueden
intuir, pues el poeta es capaz de hacerlo, pero no se puede aprehender por
completo. De ahí el vértigo, exponerse al riesgo y a la “agonía”, porque la
atracción es fuerte, seductora, enfermiza; una atracción que es clara muestra
de la imposibilidad de verse a sí mismo en la conjunción total de dos mundos.
El
poeta acaba siendo el símbolo de la búsqueda constante e impotente, búsqueda
melancólica y triste ante la imposibilidad de albergar ese anhelo de
intrascendencia. El yo poético se autodefine con estas palabras, “ansia
perpetua de algo mejor” (v. 16); un deseo que se reduce a una simple aspiración
imposible.
Es
la última estrofa donde más se advierte la imposibilidad de abarcar el objeto
deseado. Esa búsqueda se convierte en casi una persecución, que Bécquer ha
sabido mostrarnos con una imagen muy plástica, en la que se percibe casi por
completo el movimiento y la rapidez de los gestos:
“Yo, que a tus
ojos, en mi agonía,
los ojos vuelvo
de noche y de día;
yo, que
incansable corro, y demente,
¡tras una sombra,
tras una hija ardiente
de
una visión! (vv. 18-22)
Se
observa claramente el dolor, la tristeza y la impotencia del poeta. Esa búsqueda
incesante se convierte en obsesión, obsesión que roza la locura, tal y como le
ocurre a Manrique, protagonista de la leyenda El rayo de luna, que exclama al final: “No quiero nada…; es decir,
sí quiero: quiero que me dejéis solo… Cántigas…, mujeres…, glorias…, felicidad…,
mentiras todo, fantasmas veo que formamos en nuestra imaginación y vestimos a
nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para
encontrar un rayo de luna.”[11]
Pero, ¿realmente podemos hablar de enajenación? Esta impotencia, que roza el
absurdo, hace al poeta concienciarse de la imposibilidad de abarcar el mundo
esencial, la idea. Sólo le resta permanecer resignado a intuirlas.
Esta
última estrofa es muy clarificadora del sí último del poema, porque condensa
todas y cada una de las características que componen el pensamiento poético de
Gustavo Adolfo Bécquer. Vemos a un hombre, a un poeta, que intenta alcanzar la
espiritualidad última del todo, del mundo, del amor. Y, desde su interior, se
lanza hacia el mundo exterior y “corre”, como indica el poema, hacia aquello
que no le es dado alcanzar: “tras una sombra, tras la hija ardiente / de una
visión” (vv. 21-22). Este último vocablo connota resonancias de imposible, de
algo fugaz que se pierde ante la materialidad del mundo.
Por
ello, en Bécquer, todo resulta ser un sueño. Y he aquí la naturaleza sugerida
de la poesía, la mujer y los sentimientos; naturaleza intuida, por no decir
soñada. Bécquer recrea en sus poemas la evocación de una sensación, de una
vivencia soñada o imaginada, de un sentimiento experimentado, que pretenderá
expresarlo a través de la palabra, pretensión que se verá frustrada. Porque el
sentimiento poético, el amor o ese ideal de perfección intuido por el yo son
dados a permanecer relegados en el mundo del espíritu, y la palabra no será
capaz de poder asirlos. Y es aquí cuando podemos plantear el tema de la
imposibilidad de definir el sentimiento poético, el sentimiento amoroso. Bécquer
refleja la preocupación básica de la forma: la palabra, la problemática del
lenguaje. Todas las sensaciones, ideas, que batallan dentro de sí, muestran al
poeta que la simple palabra no es más que materia en la que la esencia no llega
a ajustarse. La única manera de poder mostrarlo es a través de una atmósfera de
sugerencia, a través de expresar lo inexpresado.
Con
esto podemos decir que, tanto en el proceso creativo como en la relación
amorosa, Bécquer experimenta algo inefable, pues es consciente de la información
que puede albergar tras de sí el silencio, lo no dicho. Y es en este no poder
expresar con palabras donde reside la verdadera poesía. “Las palabras son
carne, y la verdadera poesía está más allá de lo que escribimos. Es,
literalmente, una Metapoesía.”[12]
En
la rima, esta idea se muestra a través de la imposible comunicación entre el tú
y el yo, entre el poeta y la inspiración poética. Es imposible, porque la
consecución de ese ideal no es más que un anhelo, una “visión”. El poeta
siempre perseguirá algo: la mujer ideal, la poesía en sí. El yo se siente
atrapado ante un anhelo que provoca una sensación de angustia. Por tanto, lo
importante es entender la imposibilidad de consecución de aquello que se
persigue, que en el terreno amoroso se traduce en la imposibilidad de la relación
amorosa, y en el terreno poético, en la imposibilidad de entender la esencia poética.
Es intentar descubrir el misterio del amor, el misterio de la poesía.
La
comunicación truncada se torna expresión primigenia arrancada del gesto, el
grito, el sollozo o el suspiro, más que de la palabra material; por eso el poeta
se define como “un largo lamento / del ronco viento” (vv. 14-15) y la mujer,
como “rumor sonoro / de arpa de oro” (vv. 3-4). Bécquer recurre a la evocación
de los sonidos más que a la palabra directa porque brotan espontáneos y
sugieren de manera inmediata lo que pretende expresar.
Al
resultarnos el lenguaje inefable, insuficiente, las palabras han de presentar
una cierta dimensión simbólica. Nos ofrecerá sugerencias como la propia
imaginación. Por ello, amansará el lenguaje, convirtiéndolo en expresión condensada
de una sensibilidad interior. De ahí que nos sugiera su propio yo, pues todo
está abocado hacia el exterior desde su mundo interno. Su sensibilidad va más
allá de la simple realidad, pues intenta absorber, o crear un puente, entre lo
exterior y el propio mundo interno. El acercamiento a sus sensaciones nos
resultará irracional, dad la atmósfera de fantasía, sueño o imaginación que
predomina. Su objetivismo radicará en el vivir y en el sentir para luego
amueblarlo con la atmósfera subjetiva de su propia mirada.
Inundará
su poesía de una atmósfera de delicadez, de sosiego, para exprimir la clara
conciencia del mundo. Ante esto, se desvincula de la ornamentación anterior,
para definirse por la brevedad y la intensidad de las emociones. Depurará la
lengua para ir a la esencia, a lo profundo de las palabras, porque a él lo que
verdaderamente le interesa es mostrarnos la materia primera de las cosas. Y ha
de ir a la esencia de la palabra, porque ella, por sí sola, resulta inútil ante
la inspiración, el sentimiento y la idea: “Pero, ¡ay, que entre el mundo de la
idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la
palabra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus esfuerzos!”[13]
En
conclusión, las miradas de los poetas pueden ofrecérsenos oscuras, trabajadas,
cinceladas por el mármol de las palabras; pero resulta ser una mirada forzosa,
poco sincera ante la realidad que pretende mostrar. Puede ser, por el
contrario, una mirada transparente, sencilla, que deviene ingenua al intentar
expresar aquello que, racionalmente, sabe que no puede. Esta es la mirada de
Gustavo Adolfo Bécquer.
Su
mirada se materializa en unos ojos que persiguen el ideal del mundo, la esencia
que lo constituye. Por ello, podríamos imaginarnos a un Bécquer que “corre”
tras la expresión de una idea, tras la materialización de un sentimiento. Su
impotencia se hace gemido, frustración, rebeldía. Tratará de buscar ese
misterio, cuyas reminiscencias se encuentran, claramente, en su sosegado mundo
interior. Él, como poeta, posee un alma que va más allá de la material, un alma
que capta el mundo inadvertido de los sueños, de los recuerdos, del espíritu. Intentará
manifestar existencias ocultas de la realidad y, para ello, dará cuenta de la
poesía como lenguaje del mundo.
Vemos,
pues, una vocación hacia un entendimiento del mundo como profundización de la
realidad. No basta con ver, no hay la inspiración suficiente como para captarlo
en su totalidad. Él considera que las sensaciones poéticas son algo para ser
dicho, como un susurro, como una cadencia, que abarque y circunde toda la emoción
poética. Se establecerá, de tal manera, la intimidad rescatando un espacio para
ella en el hombre contemporáneo. Podemos decir que a partir de Gustavo Adolfo Bécquer
se abre un nuevo camino hacia la modernidad. Dice Juan Ramón Jiménez: “Bécquer
tiene ya, por otra cuenta más propia, aparte de su contemporaneidad cronolójica
[sic], un traje moral gris moderno.”[14]
LIDIA RECUENCO HITA
[1]
DÁMASO ALONSO, Poetas españoles contemporáneos, Gredos,
Madrid, 1952, p.44.
[2] JORGE GUILLÉN, “Lenguaje
insuficiente. Bécquer o lo inefable soñado”, en Lenguaje y poesía, Alianza Editorial, Madrid, 1992, p. 118.
[3] RAFAEL DE BALBÍN, Poética becqueriana, Editorial Prensa
Española, Madrid, 1969, p.21
[4] GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, “Cartas
literarias a una mujer”, en Rimas y
declaraciones poéticas (ed. Francisco López Estrada), Austral, Madrid,
1986, p.240.
[5] Ob. Cit., en nota 4, p.232.
[6]
Ob. Cit., nota 4, p.230.
[7] Ob. Cit., nota 2, pp.31-32.
[8] Ob. cit., en nota 4, pp. 230-231.
[9]
GABRIEL CELAYA, “La
Metapoesía en Gustavo Adolfo Bécquer”, en Exploración
de la poesía, Seix Barral, Barcelona, 1971, p. 113.
[10]
Ob. cit, nota 9, p. 131.
[11]
GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, “El
rayo de luna”, en Leyendas, (ed. Pascual
Izquierdo), Cátedra, Madrid, 1993, p. 246.
[12] Ob. cit., nota 9, p. 85.
[13]
GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, “Introducción
sinfónica”, en Ob. cit., en nota 4, p.80.
[14]
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, “Crisis
del espíritu en la poesía española contemporánea (1899-1936)”, p. 152.
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