miércoles, 10 de julio de 2013

COMENTARIO RIMA XV, “Cendal flotante de leve bruma”, de GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

Cendal flotante de leve bruma, 
rizada cinta de blanca espuma, 
rumor sonoro 
de arpa de oro, 
beso del aura, onda de luz, 
eso eres tú. 
 ¡Tú, sombra aérea, que cuantas veces 
voy a tocarte, te desvaneces, 
como la llama, como el sonido, 
como la niebla, como el gemido 
del lago azul! 
 En mar sin playa onda sonante, 
en el vacío cometa errante, 
largo lamento 
del ronco viento, 
ansia perpetua de algo mejor, 
eso soy yo. 
 ¡Yo, que a tus ojos, en mi agonía, 
los ojos vuelvo de noche y día; 
yo, que incansable corro y demente 
tras una sombra, tras la hija ardiente 
de una visión! 

El crítico y poeta Dámaso Alonso, al hablar de la figura de Gustavo Adolfo Bécquer, lo encuadra dentro de la poesía contemporánea, puesto que a partir de él la poesía recoge una nueva sensibilidad. Y lo define como la propia poesía: “es la Poesía, la Poesía como animadora de la naturaleza universal, como vínculo de la forma y de la idea”[1]. Para Bécquer, al fin y al cabo, la realidad poética es mucho más de lo que se muestra en el poema acabado, pues el poema como creación última no resume ni la mínima parte del sentir poético experimentado. Pues, como apunta Jorge Guillén, “el vocablo ‘poesía’ no alude a la obra hecha por el hombre sino a lo que en el mundo real es poético”[2].
La temática global de la gran mayoría de sus rimas se basa en la espiritualidad del acto poético. Esta espiritualidad dota al mundo poético de referencias externas de la realidad circundante, es decir, Bécquer se apoya en focos materiales para extraer de ellos analogías con su mundo interior. “Donde culmina, apunta Rafael de Balbín, para Gustavo Adolfo, la universal plenitud de lo poético, es en la relación con lo humano personal. Ya sea con la íntima existencia individual del poeta, ya sea en la proyección alterocéntrica de sus personalidades.[3]” Recurrirá a seres poéticos, fantásticos o reales, de entre los cuales se encuentra la mujer.
Centrándonos en la Rima XV, el espíritu, la esencia de todas las cosas, tiene su correlato en la figura femenina. De hecho, podríamos hablar de la visión de la mujer como símbolo etéreo de la aspiración irrealizada. A través de la evocación de ella, el poeta intentará descorrer el velo de Isis que esconde el último misterio del hombre. Bajo esta pintura de palabras, descubrimos una especie de parábola sobre la creación poética. Es decir, de la relación amorosa, Bécquer construye un poema Metapoético. La génesis de este proceso es el sentimiento, identificado con el amor como ley que rige el universo bajo una atmósfera de profundidad filosófica. Dice Bécquer, en unas de sus Cartas literarias a una mujer: “Yo sólo te podré decir que él es la suprema ley del universo; ley misteriosa por la que todo se gobierna y rige, desde el átomo inanimado atracción todas nuestras ideas y acciones, que está, aunque oculto, en el fondo de toda cosa”[4].
Realmente, la rima “Cendal flotante de leve bruma”, en un principio, no alude directamente a la mujer, sólo sugiere. Los lectores podemos sospechar, si tenemos en cuenta otros textos del propio poeta, que podría estar hablando de la mujer o de la inspiración poética, o tal vez de las dos cosas por igual. Y esto es así puesto que Bécquer establece la igualdad entre poesía y mujer: la poesía es algo inherente a la mujer, al amor, pues ella muestra ese sentimiento esencial que la hace posible. Ve, por consiguiente, en la mujer el claro paradigma de sus propias voces interiores que condicen hacia la poesía: “tú eres la más bella personificación del sentimiento, y el verdadero espíritu de la poesía no es otro”[5].
Estructuralmente, el poema nos ofrece la visión conjunta de dos seres que chocan entre sí debido a su diversa naturaleza. Los dos grupos de estrofas que lo componen muestran una unidad temática que, conjuntada, constituye el fin último del poema: mostrar la imposibilidad de la relación amorosa, del deseo oculto del hombre. Esas dos unidades, el tú y el yo, se muestran separadas; no hay en todo el poema ningún indicio que las conjunte, no existe un pronombre personal “nosotros” que nos lleve a hablar de la consecución absoluta de la relación. De ahí que el anhelo del poeta, del amante, aparezca fragmentado, individualizando cada uno de los sujetos por sí mismo, sin conjunción.
Como vemos, el eje central que recorre la construcción poética se basa en el uso de los pronombres personales, tú y yo, y la consecuente descripción de estos dos polos: “eso eres tú” (v.6) y “eso soy yo” (v.17). Este uno del verbo ser individualiza más los sujetos, colocándolos en diferentes lados pero que marchan, aun así, paralelos. La sentencia cae rotunda, afirmativa, de modo que dentro de la inmaterialidad de las descripciones cobran entidad existencial de los dos sujetos.
Estas tautologías, además, antropomorfizan la naturaleza, anteriormente referida. Bécquer recurrirá a la naturaleza, entendida como macrocosmos, para ejemplificar las correspondencias con el microcosmos humano. Hemos de tener en cuenta el valor simbólico de los espacios, pues las palabras, como veremos, se muestran insuficientes para describir la idea, la mujer, el sentimiento. El poema, gracias a la sustantivación constante, se muestra totalmente visual; parece un cuatro. El lector se asoma a él y observa el mundo que el poeta presenta en su propio interior. Sugiere una estampa, cercenada de brochazos impresionistas. No se centra en los detalles, pretende captar una atmósfera de sugerencia. Por ello, detiene el tiempo y lo hace subjetivo. Estamos ante una atmósfera imprecisa, de ritmo detenido, que evoca una realidad reflejada en el interior del hombre. De ahí que durante la lectura del poema estemos situados en la perspectiva del poeta, pues vemos sólo aquello que él nos quiere mostrar: su propia imaginación.
Se percibirá, pues, un constante paralelismo entre los dos, paralelismo que no sólo nos ayuda a forjar el ritmo del poema, sino también potencia las cualidades que hacen de estos dos seres, aparentemente antagónicos, hermanos, porque de los dos nace una espiritualidad, inherente en la mujer y elemento contemplado en el poeta. Bécquer manifiesta que es el poeta el único capaz de percibir la espiritualidad: “La poesía es en el hombre una cualidad puramente del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la idea y para revelarla necesita darle forma.”[6] De todas maneras, en este paralelismo, semánticamente, se esconde una antítesis que refuerza la oposición entre los dos sujetos y, por tanto, la imposibilidad de unión, ya que la naturaleza espiritual es diversa en los dos. Lo cierto es que se percibe una atracción de dos potencias, un constante acercarse y alejarse. Pero, como ya hemos apuntado, esto hace de la relación un imposible. “Este poder de atraer y relacionar a los espíritus, está bien recogido en la actitud del poeta que aparece envolviendo la humanidad en el fluido de fuego. Así la creación poética, como originada en el amor, aparece siempre como un hecho de relación plural entre seres que son atraídos como polos de una gravitación cósmica y universal.”[7].
En este poema, el yo poético se descubre a través del sentimiento lírico; podríamos decir que el sujeto yo es constantemente presente en el poema, el único emisor poético. En ese tú, que se nos muestra, aparece implícitamente un yo, el del poeta, pues son los ojos de éste los que aparecen reflejados, es la propia imaginación del poeta la que queda al descubierto. De ahí que no hablamos de diálogo. La incomunicación entre el amante y el objeto amado es constante; si hubiera diálogo, sería un diálogo consigo mismo en ausencia del objeto. El poeta es consciente de esta incomunicación, pues ese tú es el ideal poético inalcanzable, la Poesía. El tú, el ideal, es algo que huye, inaprehensible, incorpóreo. Es sólo luz y sonido en el aire.
Si atendemos a las primeras estrofas, nos damos cuenta de la naturaleza del objeto amado. La mujer, el ideal, es descrita con atributos naturales; una naturaleza propia de la imaginación, propia del reino interior del poeta. En esa naturaleza volátil el poeta encuentra resolución a sus ilusiones y fantasías, ya que esta evocación inmaterial, casi transparente, es la única manera de poder transmitir aquello que le sucede por dentro. La mujer se transforma en parte de lo natural del mundo, pues es el anhelo del hombre, y se transforma en poesía, pues el anhelo del poeta. Trazará, en consecuencia, el paisaje de la imaginación para intentar captar la figura femenina dentro de los límites de su existencia intangible.
El sintagma “sombra aérea”, que aparece al inicio de la segunda estrofa, apela a la realidad fantasmal, incorpórea de la mujer. Cada uno de los elementos que la describen cobrará una cierta simbología que nos trasladarán a un mundo que queda fuera de la relación símbolo referente; es decir, se sugerirá una consonancia con los elementos fuera de la naturaleza material del objeto. La mujer nacerá de sensaciones que remueven el espíritu del poeta, de ahí que la compare con elementos perceptibles sólo por los sentidos:
“¡como la llama, como el sonido,
como la niebla, como el gemido
         del lago azul!” (vv. 9-11)

A través de esta invocación a los elementos naturales, Bécquer encuentra un recurso factible para poder describir la naturaleza de su objeto poético, del objeto amado, dotado de una realidad fantástica que es fruto de los propios delirios del poeta. Le será necesario conjuntar todos los sentidos posibles en unos solo, porque es la única manera, y aun así insuficiente, de poder expresarlo.
Y nos preguntamos por qué es la mujer de naturaleza ideal y no simple materia, de carne y hueso. En Bécquer, todo es espíritu, y por ser espíritu representa la aspiración del hombre y del poeta. Según él, el hombre alberga dentro de sí sentimientos, ideas, que no le son dados poder referir con palabras. La mujer se convierte en sentimiento, en sugerencia, y, finalmente, en la propia poesía. “En la mujer, por el contrario, la poesía está como encarnada en su ser; su aspiración, sus presentimientos, sus pasiones y si destino son poesía (…); es, en una palabra, el verbo poético hecho carne.”[8]
Todo poeta intenta construir una arquitectura de sensaciones que hacen referencia a ese mundo que sabe que existe dentro de sí, pero que no puede liberarlo de la conciencia humana. Aspira a poder desligar el entramado de su propia mente y expresar la esencialidad del amor, de la poesía; o lo que Gabriel Celaya llama “El Otro”: “un confuso sentimiento de la presencia de un extraño; la aspiración de algo que nosotros, por lo menos, nuestra conciencia lúcida, desconoce, y que abre paso a una realidad distinta a la que los sentimientos registran o la razón comprende.”[9] La mujer representa esa espiritualidad ante la cual el poeta se siente como Tántalo ante el fruto deseado:
“Tú, sombra aérea, que cuantas veces
voy a tocarte te desvaneces” (vv. 7-8)

Como ya hemos apuntado, se establece la imagen antitética de la naturaleza a la hora de mostrar una dicotomía entre el tú femenino y el yo poético. La mujer, dotada de una identidad intrascendente, choca con el universo perdido que caracteriza la figura del yo:
“En mar sin playas onda sonante
en el vacío cometa errante” (vv. 12-13)

Ese yo se encuentra ante la inmensidad del mundo, lanzado al vacío del universo, y su mirada se muestra impotente ante la imposibilidad de abarcar esa totalidad. Esta imagen nos sugiere el cuadro del pintor alemán Friedrich, El viajero en el mar de niebla. Este pintor ilustra la visión de un hombre que está en una cima contemplando el paisaje, intentando interaccionarse en su totalidad. Vemos al hombre en el centro de la contemplación, al hombre mezclado con la naturaleza. Se busca un equilibrio de masas que resulta imposible debido al enfrentamiento entre la pequeñez del hombre y la inmensidad del mundo. Es la naturaleza poderosa que cantaba Leopardi. En la rima de Bécquer, el yo poético se intenta introducir en esa atmósfera que envuelve la creación, pero no llega. Resulta demasiado basto para poder asimilarlo por completo; sólo le resta intuirlo. El yo poético aspira a encauzarse dentro de la armonía, en la consecución total del universo. Dice Celaya: “Unido a ella, que es el tú ideal, Bécquer intenta incorporarse al concierto total de la sinfonía panteísta”[10]
Por tanto, se nos presenta una dimensión en profundidad o el abismo de las cosas, dibujado en el ideal femenino, en el sentimiento, en la poesía. Descubre, y se conciencia Bécquer, de que no siempre se puede ver todo lo que hay, pues existen realidades que por su naturaleza no son más que un sueño. Se pueden intuir, pues el poeta es capaz de hacerlo, pero no se puede aprehender por completo. De ahí el vértigo, exponerse al riesgo y a la “agonía”, porque la atracción es fuerte, seductora, enfermiza; una atracción que es clara muestra de la imposibilidad de verse a sí mismo en la conjunción total de dos mundos.
El poeta acaba siendo el símbolo de la búsqueda constante e impotente, búsqueda melancólica y triste ante la imposibilidad de albergar ese anhelo de intrascendencia. El yo poético se autodefine con estas palabras, “ansia perpetua de algo mejor” (v. 16); un deseo que se reduce a una simple aspiración imposible.
Es la última estrofa donde más se advierte la imposibilidad de abarcar el objeto deseado. Esa búsqueda se convierte en casi una persecución, que Bécquer ha sabido mostrarnos con una imagen muy plástica, en la que se percibe casi por completo el movimiento y la rapidez de los gestos:
“Yo, que a tus ojos, en mi agonía,
los ojos vuelvo de noche y de día;
yo, que incansable corro, y demente,
¡tras una sombra, tras una hija ardiente
                     de una visión! (vv. 18-22)

Se observa claramente el dolor, la tristeza y la impotencia del poeta. Esa búsqueda incesante se convierte en obsesión, obsesión que roza la locura, tal y como le ocurre a Manrique, protagonista de la leyenda El rayo de luna, que exclama al final: “No quiero nada…; es decir, sí quiero: quiero que me dejéis solo… Cántigas…, mujeres…, glorias…, felicidad…, mentiras todo, fantasmas veo que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna.”[11] Pero, ¿realmente podemos hablar de enajenación? Esta impotencia, que roza el absurdo, hace al poeta concienciarse de la imposibilidad de abarcar el mundo esencial, la idea. Sólo le resta permanecer resignado a intuirlas.
Esta última estrofa es muy clarificadora del sí último del poema, porque condensa todas y cada una de las características que componen el pensamiento poético de Gustavo Adolfo Bécquer. Vemos a un hombre, a un poeta, que intenta alcanzar la espiritualidad última del todo, del mundo, del amor. Y, desde su interior, se lanza hacia el mundo exterior y “corre”, como indica el poema, hacia aquello que no le es dado alcanzar: “tras una sombra, tras la hija ardiente / de una visión” (vv. 21-22). Este último vocablo connota resonancias de imposible, de algo fugaz que se pierde ante la materialidad del mundo.
Por ello, en Bécquer, todo resulta ser un sueño. Y he aquí la naturaleza sugerida de la poesía, la mujer y los sentimientos; naturaleza intuida, por no decir soñada. Bécquer recrea en sus poemas la evocación de una sensación, de una vivencia soñada o imaginada, de un sentimiento experimentado, que pretenderá expresarlo a través de la palabra, pretensión que se verá frustrada. Porque el sentimiento poético, el amor o ese ideal de perfección intuido por el yo son dados a permanecer relegados en el mundo del espíritu, y la palabra no será capaz de poder asirlos. Y es aquí cuando podemos plantear el tema de la imposibilidad de definir el sentimiento poético, el sentimiento amoroso. Bécquer refleja la preocupación básica de la forma: la palabra, la problemática del lenguaje. Todas las sensaciones, ideas, que batallan dentro de sí, muestran al poeta que la simple palabra no es más que materia en la que la esencia no llega a ajustarse. La única manera de poder mostrarlo es a través de una atmósfera de sugerencia, a través de expresar lo inexpresado.
Con esto podemos decir que, tanto en el proceso creativo como en la relación amorosa, Bécquer experimenta algo inefable, pues es consciente de la información que puede albergar tras de sí el silencio, lo no dicho. Y es en este no poder expresar con palabras donde reside la verdadera poesía. “Las palabras son carne, y la verdadera poesía está más allá de lo que escribimos. Es, literalmente, una Metapoesía.”[12]
En la rima, esta idea se muestra a través de la imposible comunicación entre el tú y el yo, entre el poeta y la inspiración poética. Es imposible, porque la consecución de ese ideal no es más que un anhelo, una “visión”. El poeta siempre perseguirá algo: la mujer ideal, la poesía en sí. El yo se siente atrapado ante un anhelo que provoca una sensación de angustia. Por tanto, lo importante es entender la imposibilidad de consecución de aquello que se persigue, que en el terreno amoroso se traduce en la imposibilidad de la relación amorosa, y en el terreno poético, en la imposibilidad de entender la esencia poética. Es intentar descubrir el misterio del amor, el misterio de la poesía.
La comunicación truncada se torna expresión primigenia arrancada del gesto, el grito, el sollozo o el suspiro, más que de la palabra material; por eso el poeta se define como “un largo lamento / del ronco viento” (vv. 14-15) y la mujer, como “rumor sonoro / de arpa de oro” (vv. 3-4). Bécquer recurre a la evocación de los sonidos más que a la palabra directa porque brotan espontáneos y sugieren de manera inmediata lo que pretende expresar.
Al resultarnos el lenguaje inefable, insuficiente, las palabras han de presentar una cierta dimensión simbólica. Nos ofrecerá sugerencias como la propia imaginación. Por ello, amansará el lenguaje, convirtiéndolo en expresión condensada de una sensibilidad interior. De ahí que nos sugiera su propio yo, pues todo está abocado hacia el exterior desde su mundo interno. Su sensibilidad va más allá de la simple realidad, pues intenta absorber, o crear un puente, entre lo exterior y el propio mundo interno. El acercamiento a sus sensaciones nos resultará irracional, dad la atmósfera de fantasía, sueño o imaginación que predomina. Su objetivismo radicará en el vivir y en el sentir para luego amueblarlo con la atmósfera subjetiva de su propia mirada.
Inundará su poesía de una atmósfera de delicadez, de sosiego, para exprimir la clara conciencia del mundo. Ante esto, se desvincula de la ornamentación anterior, para definirse por la brevedad y la intensidad de las emociones. Depurará la lengua para ir a la esencia, a lo profundo de las palabras, porque a él lo que verdaderamente le interesa es mostrarnos la materia primera de las cosas. Y ha de ir a la esencia de la palabra, porque ella, por sí sola, resulta inútil ante la inspiración, el sentimiento y la idea: “Pero, ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus esfuerzos!”[13]
En conclusión, las miradas de los poetas pueden ofrecérsenos oscuras, trabajadas, cinceladas por el mármol de las palabras; pero resulta ser una mirada forzosa, poco sincera ante la realidad que pretende mostrar. Puede ser, por el contrario, una mirada transparente, sencilla, que deviene ingenua al intentar expresar aquello que, racionalmente, sabe que no puede. Esta es la mirada de Gustavo Adolfo Bécquer.
Su mirada se materializa en unos ojos que persiguen el ideal del mundo, la esencia que lo constituye. Por ello, podríamos imaginarnos a un Bécquer que “corre” tras la expresión de una idea, tras la materialización de un sentimiento. Su impotencia se hace gemido, frustración, rebeldía. Tratará de buscar ese misterio, cuyas reminiscencias se encuentran, claramente, en su sosegado mundo interior. Él, como poeta, posee un alma que va más allá de la material, un alma que capta el mundo inadvertido de los sueños, de los recuerdos, del espíritu. Intentará manifestar existencias ocultas de la realidad y, para ello, dará cuenta de la poesía como lenguaje del mundo.
Vemos, pues, una vocación hacia un entendimiento del mundo como profundización de la realidad. No basta con ver, no hay la inspiración suficiente como para captarlo en su totalidad. Él considera que las sensaciones poéticas son algo para ser dicho, como un susurro, como una cadencia, que abarque y circunde toda la emoción poética. Se establecerá, de tal manera, la intimidad rescatando un espacio para ella en el hombre contemporáneo. Podemos decir que a partir de Gustavo Adolfo Bécquer se abre un nuevo camino hacia la modernidad. Dice Juan Ramón Jiménez: “Bécquer tiene ya, por otra cuenta más propia, aparte de su contemporaneidad cronolójica [sic], un traje moral gris moderno.”[14]

LIDIA RECUENCO HITA



[1] DÁMASO ALONSO, Poetas españoles contemporáneos, Gredos, Madrid, 1952, p.44.
[2] JORGE GUILLÉN, “Lenguaje insuficiente. Bécquer o lo inefable soñado”, en Lenguaje y poesía, Alianza Editorial, Madrid, 1992, p. 118.
[3] RAFAEL DE BALBÍN, Poética becqueriana, Editorial Prensa Española, Madrid, 1969, p.21
[4] GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, “Cartas literarias a una mujer”, en Rimas y declaraciones poéticas (ed. Francisco López Estrada), Austral, Madrid, 1986, p.240.
[5] Ob. Cit., en nota 4, p.232.
[6] Ob. Cit., nota 4, p.230.
[7] Ob. Cit., nota 2, pp.31-32.
[8] Ob. cit., en nota 4, pp. 230-231.
[9] GABRIEL CELAYA, “La Metapoesía en Gustavo Adolfo Bécquer”, en Exploración de la poesía, Seix Barral, Barcelona, 1971, p. 113.
[10] Ob. cit, nota 9, p. 131.
[11] GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, “El rayo de luna”, en Leyendas, (ed. Pascual Izquierdo), Cátedra, Madrid, 1993, p. 246.
[12] Ob. cit., nota 9, p. 85.
[13] GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, “Introducción sinfónica”, en Ob. cit., en nota 4, p.80.
[14] JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, “Crisis del espíritu en la poesía española contemporánea (1899-1936)”, p. 152.

1 comentario:

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